No supo discernir, en el momento de aquélla erección, a pesar de todos los placeres que su piel ya conocía, qué le reclamaba con esa urgencia tan física, tan animal.
Aquélla ardiente erección permanecía, bajo el agua traslúcida, bajo aquéllas imágenes esbozadas, provocándole un placer tan intenso que no resultaba sólo físico; estaba golpeando lo más íntimo de su mente, llamando a su alma. En ese momento hubiese deseado derramarse, como vía de escape, dejándose llevar por un, hasta ahora, desconocido instinto de muerte.
Con un rápido impulso, apoyó los brazos en los bordes del pilón, y sacó su cuerpo definitivamente del agua, emergiendo hermoso, dorado, llenando el recinto de belleza viva, y rompiendo con su pene erecto, que huía, las inquietantes imágenes.
Mientras se secaba, reconociéndose palmo a palmo, supo que tenía que hacer algo diferente esa mañana.
Se acercó donde estaban sus ropas, cerca del lecho, se recogió el miembro dentro del suspensorio, y mientras se vestía el faldelín de piel y cobre, y se ceñía el cíngulo, con la funda de espada corta, reparó en el felino cuerpo de Celso, que se abría, sensualmente entregado al lecho.
No supo si era deseo, o la irrupción de una pasión quizás más profunda de la hasta entonces sentida, pero necesitó arrojarse sobre él, marcarle con su cuerpo, que sintiera su peso, sus ropajes, aprisionarlo suyo.
Celso abrió los ojos, removiéndose al sentir la piel fresca, la polla ardiente, las rugosidades y la dureza del uniforme que, con la presión que ejercía Marcelo, se le clavaba en su vientre, dañándole su pene instantáneamente erecto, casi rasgándole el prepucio.
Los jadeos de Marcelo se intensificaban, acompasándose con los suspiros entrecortados y cada vez más vivos de Celso. Comenzó a moverse encima de él, mientras le mordía los labios, la lengua, sintiendo como la anatomía de Celso revivía bajo su empuje violento. El joven gemía, y no era queja, era deseo, entrega, mientras buscaba, como un perro hambriento, enfebrecido, la polla de Marcelo. La quería dentro, de cualquier forma, bombeando sangre caliente, inundándolo, alimentándolo. Que la vida supiese que ya tenía un dueño.
Marcelo gritó, como para liberar en ese grito toda la carga de placer, ansiedad, y miedo acumulada. Y se incorporó.
Cruzaron sus miradas, con un brillo especial esa mañana. Acabó de vestirse, cubriendo su torso, y protegiendo sus piernas con las caligas y, aún jadeante, se dispuso a salir, no sin antes volverse a Celso que permanecía en el lecho, casi admirándolo. Y, cuando Marcelo se inclinó para recoger y llevarse el sabor de la boca del joven, también se llevó el de su sangre, que había empezado a recorrer, tibia y acariciadora, la comisura de sus labios. Y la paladeó.
Hasta entonces, excepto en alguna situación ocasional, Marcelo nunca se había sentido impactado por unos rasgos masculinos. Estaba acostumbrado al joven vigor corporal de Celso, pura fuerza sexual, a la rudeza de los compañeros, las apuestas en juegos puramente físicos, que a veces le habían exigido ser penetrado por más de uno, ofreciendo sus orificios para bruscas descargas, pero en cuyas miradas solo veía un rutinario deseo animal.
También a los cuerpos suaves, mullidos, de las mujeres con que yacía.
Pero esa expresión de entrega, resignación, paz silenciosa, le inquietaba. Le hizo revivir la imagen que le había estado acompañando en las últimas semanas.
Se trataba de un hombre galileo que, atribuyéndose capacidades sobrenaturales, encomendándose a una misión por la que entregar su vida, a un mejor tiempo por venir, había llegado a reunir tantos seguidores que se había constituido hasta en amenaza política. Y esa amenaza tenía que desaparecer. Moriría crucificado.
Le desataron las manos, y le cargaron la cruz que él mismo debía llevar hasta el monte de su último día.
En el momento de cargarla, se oyeron gritos de dolor, rugidos de celebración, y comenzó el camino de ascenso al monte. Marcelo, látigo en mano, marchaba a su lado, protegiéndolo de la multitud, insultantemente rabiosa, pero al mismo tiempo, instigándole para acelerar la marcha.
No fue consciente de cuánto duró aquello. Aquélla vía de dolor, se le hizo infinita, pero no había sido capaz de medir el tiempo convencional y él había ido acumulando más sensaciones que en algunos de sus rutinarios días.
El condenado, y su silencio ante el dolor, roto sólo por imperceptibles gemidos, habían empezado a despertarle sentidos y emociones desconocidos. Y lo que más le inquietaba era su mirada, cuando caminaban cercanos, se cruzaban, siempre sin reproche, de un hombre que ya estaba entregado. A qué? A quién? Por qué?
Conforme avanzaba el camino, le hubiese gustado entender todo lo que pasaba, preguntarle sobre su silencio, ayudarle, ofrecerle un brazo donde respirar...Y, olvidados de todos, solos los dos, apartando el miedo y los prejuicios, abrazarlo caliente, cerrar sus heridas, humedecer sus labios, beber sus lágrimas, recibir la entrega que ofrecía a sus verdugos y sentir qué pasión interior, que fuerza, qué clase de amor le hacia abandonarse.
Todas esas sensaciones fueron acompañándole en el camino, largo y difícil, pero amortiguado por lo que él estaba experimentando dentro, sólo como un testigo, pero absorto en su propio sentido de culpabilidad.
Envidió a la gente que se acercaba a consolarlo, y por un momento lo acariciaba. Odió a los que le insultaban, le ayudó a levantar en las caídas.
Y envidió también, y definitivamente, en el último tramo, al hombre robusto al que permitió que cargase parte del peso de la cruz. Y lo hizo para calmar el ansia de ser él mismo, de sentirse unido a aquélla fuerza interior, aún en esa forma.
Y cuando vió que una hermosa mujer, con gesto amoroso, enjugaba su rostro, y besaba el tejido manchado, quiso también ser ella. Pero sólo podía permanecer allí, en el ingrato rol al que se sentía ajeno.
La llegada al monte hizo que alguna gente se retirase, la agonía podía ser lenta. Pero llegaron nuevos grupos que les rodeaban, gritaban, exigían más golpes, expresaban deseos de muerte.
Un hombre descargó la cruz del condenado. La depositó sobre el suelo, clavando en la parte superior un rótulo con textos relativos al reo.
Luego, arrastrándolo, lo arrojó al suelo, sobre la cruz, y comenzó a clavar sus extremidades sobre el leño. Clavó sus pies para impedirle ya cualquier movimiento, y cuando procedió a clavar sus manos atravesando las palmas amoratadas, sólo pudo hacerlo con una de ellas.En la otra, inflamada, seguramente rota por los golpes recibidos, no encontraba el sitio seguro, que impidiese el desgarro, y al tiempo inflingiese dolor.
Marcelo, disimuladamente, se acercó, lo apartó de un golpe y tomó en sus manos los clavos y el mazo. No quería seguir presenciando la carnicería.
Con fuerza, apretó la mano del crucificado, quizás queriendo darle también su mejor caricia. Los ojos del galileo, brillantes de dolor, y como plenos por algún otro amor incomprensible, se volvieron a él.
Marcelo se estremeció con aquélla mirada, quería entender su fuerza interior, saber por qué le estaba iluminando rincones hasta ahora incógnitos, pero dentro de él.
El aire iba enfriando la tarde. Sus piernas, flexionadas junto a la cruz, empezaron a estremecerse, mientras que, desde el fondo de su alma, desde el helado corazón, que no cesaba de latir buscando dónde estaban el calor y vida, subía una lágrima que no quiso evitar.
Mientras rodaba por su mejilla, levantó el mazo, golpeó en seco, y atravesó la mano. El corazón le subió a la garganta, y cuando , de la mano, comenzaba a fluir la sangre, la sintió como sangre de la que brotaba vida diferente.
Marcelo se incorporó, no sin antes gritar muchas cosas, resbalando sus dedos, como en una despedida de la mano que había clavado.
Se apartó, alejándose despacio, mientras levantaban la cruz hundiéndola en el hueco que habían preparado. Observó a los curiosos que presenciaban aquélla macabra liturgia. Y se sintió fuera de ese mundo. Las sensaciones que había vivido ese día le aclaraban, quizás, su marea interior de las últimas semanas. Quizás tenía que aprender que ya no primaban los cuerpos hermosos, el sexo vaciador y gratuito. Estaba lo otro, lo revelado, la entrega siempre posible, la pasión de una mirada, el amor de un gesto, el sabor de la sangre amada, que podía alimentar las almas.
Apoyado frente a un árbol, ocultando su rostro, cerrando sus ojos, recordó los labios, ofrecidos y poseídos, de Celso aquélla mañana, su generosidad constante, la imperceptible entrega de cada día; quiso tenerlo allí, abrazarlo, buscando en él esa pasión que quizás no había sabido leer y ahora sabía que podía existir.
Al pensar en su cuerpo fresco, en el sabor matutino de su boca, y en el nuevo deseo, deslizó la mano hacia su sexo, que revivía, a su encuentro, y no necesitó nada, todo él era ya un río de sangre hirviente y semen, que explotaba en sus entrañas, ardía en su vientre y empapaba su ropa.
Este es un relato que comparte con "Perros" nuestro lector/colaborador Fran.
Seleccionamos para ilustrar estas fotografías de Ekaterina Zakharova
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