"Voy a vendarte los ojos, voy amordazarte y atarte los pies, las piernas y las manos y te voy a azotar hasta hacerte sangrar.
¿Hasta hacerme sangre? Preguntó Roy inquieto.
Es una forma de hablar. Dijo Mr Teller.
Solo hasta que tus bonitas nalgas se pongan rojas. Después de esto, me voy a incrustar en ellas.
Le ató los pies y las piernas con una correa, le inmovilizó las manos a la espalda con una cuerda, le vendó los ojos con un pañuelo y cuando se disponía a amordazarlo con otro, Roy le preguntó si no corría riesgo de ahogarse.
Sabía que Mr Teller no era el estrangulador de Hillside, que actuaba en Hollywood (un criminal al que nadie conseguía atrapar y que ya iba por su decimotercera víctima, todas ellas chicas jóvenes) y cuya captura era una de las preocupaciones del jefe de policía. Pero quiso asegurarse.
Ya ves que no te aprieto el pañuelo, dijo Mr Teller mientras se lo ponía. No está destinado a impedirte a gritar sino a ayudarme a tener la ilusión de que estás a mi merced, que tu cuerpo me pertenece, que soy libre de hacer con él lo que quiera. Pero solo te haré cosas buenas, aunque te haga un poco de daño.
Sentado en una butaca, mientras Roy seguía de pie, lo hacía girar como a un muñeco. Le tocaba la verga, le entreabría el trasero, le inclinaba el pecho a derecha e izquierda.
Roy se excitaba al sentirse manejado por alguien a quien no podía ver.
Todo su cuerpo le parecía reducido a los órganos del placer.
Mr Teller le untó el ojete con lubricante, levantó la mordaza para penetrarle con su lengua la boca, lo llevó hasta su cama y lo inclinó sobre ella, y con un cinturón, empezó a flagelarlo.
Roy se sintió invadido por una sensación extraña. Los golpes le parecían un placer nuevo que magnificaba y exasperaba su culo y repercutía en su verga endureciéndola. Lo invadió un calor que le abrasaba la sangre, desde los riñones hasta la juntura de los muslos, donde se balanceaba su miembro.
La fuerza de los correazos aumentaba, pero ya no le hacían daño. Unas estrías ardientes le cruzaban las nalgas, acusando su redondez.
Roy se embriagó al pensar que entre sus dos cachetes en llamas, el orificio del placer estaba listo para saborear el deleite. "
Fragmento de "Roy" de Roger Peryrefitte
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