Historia de un joven indisciplinado




     Mi infancia transcurrió con bastante tranquilidad. Fui un niño obediente, al que casi no había que regañar y al que tampoco fue necesario castigar ni pegar, salvo en contadas ocasiones, en las que mi madre me dio alguna que otra azotaina con el pantalón puesto. Todo se desarrolló sin mayores incidentes hasta que cumplí doce años. A esta edad comenzó mi adolescencia y con ella los problemas de conducta en casa y en el colegio. Por ello empecé entonces a sufrir castigos corporales que no había recibido hasta ese momento. Desde los doce hasta los dieciséis años inclusive recibí muchas azotainas de las que no se olvidan en la vida, todas ellas con los pantalones y los calzoncillos bajados, con todo el culo al aire y con la parte trasera y delantera de mi cuerpo desnudas de cintura para abajo. Siempre me las daba mi madre, ya que mi padre murió cuando yo era muy pequeño. También algunas veces me las dio mi profesora en las mismas condiciones. Probé repetidamente en casa la zapatilla (la de goma y la de esparto), la correa, la vara, la raqueta de ping-pong… y en el colegio, la regla y la vara. Fue allí donde probé por primera vez la vara a los catorce años.
   La profesora que tuve durante ese curso era una excelente profesional y una excelente persona y a mí me quería mucho, pero precisamente por eso estaba más encima de mí y al mismo tiempo que colaboraba en todo lo referente a mi enseñanza y a mi educación, era muy dura conmigo cuando había un mal comportamiento o un incumplimiento de mis deberes y nunca le tembló la mano en estos casos para bajarme los pantalones y los calzoncillos, colocarme boca abajo sobre sus piernas y así, con todo el culo al aire, darme una buena azotaina y ponérmelo como un tomate. Las dos primeras veces lo hizo con la regla, pero después adquirió una buena vara que tuve el honor de estrenar y que probé unas cuantas veces. Las azotainas, al igual que mi madre, me las daba siempre con el pompis desnudo y en privado. Sólo recuerdo una ocasión en la que nos la dio a mi compañero y a mí juntos por no habernos sabido la lección. Al final de la clase nos dejó allí con ella para imponernos el castigo. Esta vez  empezó por él. Le puso sobre la mesa del profesor echado hacia delante con las manos y el cuerpo sobre el tablero y el culo en pompa. Cuando le bajó los pantalones y los calzoncillos se puso rojo como un tomate, pero ni comparación con cómo iba a tener el culo unos minutos después. Le dejó con todo el pompis al aire delante de mí que estaba sentado inmediatamente detrás en el primer pupitre. Pude comprobar que no le habían dado ninguna azotaina al menos recientemente, pues lo tenía todo blanco sin ninguna señal. Eso cambiaría enseguida. La señorita cogió la vara y empezó a darle unos buenos varazos. Él chillaba y lloraba, pero a pesar de eso ella continuó hasta terminar los cien azotes del castigo. La vara silbaba en el aire y luego se clavaba con fuerza en el culo de Andrés, hasta dejárselo por fin colorado como un tomate y lleno de líneas rojas. Parece que todavía estoy viendo a mi compañero al terminar su castigo, al levantarse y darse la vuelta, polla en ristre y con los testículos al aire, además del culo por supuesto que, rojo y marcado, ya había quedado bien expuesto a la vista de la profesora y a la mía. Se lo frotaba, lloraba y chillaba aún cuando la profesora le mandó quedarse de pie detrás de la mesa.
     Después me tocó el turno a mí y el proceso se repitió. Lo primero que hizo fue bajarme los pantalones y los calzoncillos hasta abajo y luego, ponerme con las manos y el cuerpo sobre el tablero de la mesa del profesor con el culo en pompa. Me dejó con todo el pompis al aire delante de mi compañero que estaba inmediatamente detrás y en esta posición me hecho una bronca:
-   Tu compañero ha bajado de un aprobado al cero que ha tenido hoy  pero tú, que tienes también un cero hoy,  tenías un sobresaliente. Si a él le he dado cien azotes, a ti van a ser trescientos.
   
La señorita cogió la vara y empezó a darme unos buenos varazos. Al contrario que mi compañero yo no gritaba, siempre procuraba no gritar pero, para poder hacerlo, tenía que morderme los puños del jersey, y llorar, sí que lloraba y a moco tendido, porque me dolía mucho y eso ya no lo podía evitar. Lo demás fue idéntico a lo de mi compañero. La vara volvía a silbar en el aire y luego se me clavaba con fuerza en el culo, hasta dejármelo por fin colorado como un tomate y lleno de líneas rojas, pero mucho más que a Andrés, ya que que el número de azotes fue el triple. Al terminar mi castigo, me levanté a duras penas y me di la vuelta, también polla en ristre y con los testículos al aire, además del culo por supuesto que, tremendamente rojo y marcado, ya había quedado bien expuesto a la vista de la profesora y de mi compañero. Me lo frotaba y lloraba mucho, pero sin chillar. La profesora me mandó quedarme de pie detrás de la mesa junto a mi colega. De esta forma, desnudos los dos de cintura para abajo y con el culo bien castigado, permanecimos durante casi una hora, hasta que nos dieron permiso para vestirnos y salir. Ni mi compañero ni yo olvidaremos nunca esta experiencia de nuestros catorce años.
   La verdad es que yo ya había sido azotado  con el trasero desnudo por nuestra profesora otras tres veces, dos de ellas con la regla por no hacer los deberes y la tercera por distraerme continuamente en clase. Esa falta de atención la molestaba mucho y fue la causa de algunas de las azotainas que me dio a continuación. Lo cierto es que la última mitad de las azotainas ya no me las dio en la clase sino en su despacho. Al finalizar la sesión yo llamaba a la puerta y pasaba. Entonces ella me miraba seriamente y me decía:
-         ¿Sabes por qué estás aquí verdad?
-         Sí, porque me he portado mal.
-         ¿Qué te mereces?
-         Un castigo.
-         ¿Qué castigo?
-         Unos azotes.
-         Pues, pon el culo. Ya sabes cómo.
Desde que me azotaba en su despacho, me hacía desnudarme completamente, quitarme los zapatos, la camisa, los pantalones y los calzoncillos y entregárselos para que los pusiera encima de una mesa, ya que sabía que durante una hora por lo menos no los iba a utilizar. Luego tenía que ponerme inclinado boca abajo sobre el brazo del sofá con las manos apoyadas en el asiento y un cojín bajo la cabeza para morderlo en vez de gritar cuando empezasen los azotes. Ella revisaba mi postura, me colocaba el culo a su conveniencia para vérmelo bien y darme los azotes a su gusto, siempre en el punto más alto y así, con todo el culo en pompa y completamente al aire, con la vara ya en la mano me decía:
-         Vas a probar la vara. Prepara el culo.
Y descargaba unos fuertes y sonoros azotazos que me dejaban temblando. Solían ser unos trescientos y me dejaban el culo hecho mixtos. Yo mordía el cojín con todas mis fuerzas y lloraba y, si por causa del dolor de los azotes, me movía, venía y me colocaba el culo otra vez en la posición idónea. Una vez que había terminado, me dejaba un rato llorando sobre el brazo del sofá. Después venía a recogerme, me ayudaba a levantarme y en mis mejillas llenas de lágrimas me daba unos cuantos besos y me decía palabras de consuelo. Todo esto me recordaba en cierto modo las azotainas de mi madre que, aunque casi idénticas, eran todavía más duras. Luego me llevaba a la ducha y ella misma me duchaba porque yo no tenía ni ganas ni fuerzas. Soltaba el agua y me enjabonaba todo el cuerpo. Cuando llegaba al pompis yo veía las estrellas y eso que ahí lo hacía con mucho cuidado pues me lo veía bien colorado y señalado y notaba que estaba ardiendo. Al final me secaba y se sentaba en el taburete del cuarto de baño, sentándome a mí sobre sus rodillas, luego me inclinaba un poco sobre su regazo para que mi culo no rozase con su pierna ni con nada y así, al quedar al aire libre, no chocaba con nada que pudiese hacerme daño. Pasado un rato, me ponía la mano en el pompis ardiente, diciendo:
-         Lo tienes bien caliente todavía, y lo que te va a durar.
     Luego me ponía un almohadón debajo para que no me doliera todavía más el culete. Así hablaba conmigo, regañándome dulcemente y haciéndome reflexionar. Después me llenaba la cara de besos y yo se los daba a ella también. Cuando me levantaba me volvía a poner  la mano en el culo, para comprobar su ardor, me lo miraba fijamente y me decía:
-         Ves cómo te lo he tenido que poner.
Me miraba en el espejo y de pronto sentía vergüenza al verme totalmente desnudo delante de mi profesora y con todo el culo rojo como un tomate de arriba abajo y de izquierda a derecha, todo lleno de señales de la vara. Me ruborizaba y empezaban a saltárseme de nuevo las lágrimas. Me cogía y me ponía los calzoncillos, luego la camisa y así, poco a poco, me vestía del todo. Ya pasado ese mal momento, volvía a tranquilizarme y al marcharme, me decía:
-         Dame un beso, anda.
Yo le daba dos grandes besos en las mejillas con todo cariño, pues la quería mucho y ella a mí también, a pesar de todo.

Era muy cariñosa, aunque a veces muy dura. Recuerdo una vez que me dolía mucho el pompis por unos azotes que me habían  dado en casa y ella me había castigado en su despacho a darme unos cuantos más. Yo me atreví a decirle:
-         En el culo, no.
-         ¿Cómo que en el culo no?
-         Y con el culo al aire, menos.
-         Ven aquí ahora mismo.
-         Con el culo al aire, no, por favor.
Como vio que esa vez yo no estaba dispuesto a desnudarme, lo hizo ella misma: fuera zapatos, fuera pantalones, fuera calzoncillos y fuera camisa. Me dejó como me había traído Dios al mundo, me mandó tumbarme sobre el brazo del sofá y me dijo:
-         Si no te estás quieto, te tendré que atar. ¿Te vas a estar quieto?
-         Sí.
Cuando me vio el culo como un tomate y bien señalado de los azotes que me habían dado en casa, en seguida comprendió mi pavor a otra azotaina con el pompis desnudo. Aún así me la dio como de costumbre y la vara volvió a funcionar exactamente igual que otras veces.
Antes de empezar a zurrarme me dijo:
-         Tu madre te ha dado unos buenos azotes. Por las marcas que tienes parece que ha
sido con la vara y con el culo al aire, ¿no es así?
-         Sí, me lo hace exactamente igual que usted.
Lo que no le dije es que normalmente me daba aún más azotes.
-         ¿Cuánto tiempo hace que te pegó?
-         Diez días.
-         ¡Diez días y hay que ver cómo lo tienes todavía! ¡Qué bárbaro! A pesar eso no te vas a librar de los azotes que te voy a dar yo ahora mismo. Así que prepárate ya. Menos mal que tienes un buen culo. Verás cómo te lo voy a dejar.
 Volví la cabeza y la miré con cara de pena para ver si le inspiraba compasión, pero no me sirvió de nada. Vi su bonito rostro severo detrás de mí y la vara ya en su mano. Me resigné, volví a apoyar la cabeza en el asiento del sofá, sobre el cojín, y me volví a colocar con el culo bien en pompa y desnudo, dispuesto a recibir los trescientos azotes que me dio.
Mi profesora era muy severa pero mi madre lo era todavía más y en cuestión de azotes no tenía compasión conmigo. Me decía que yo ya no era un niño, que era un adolescente, que tenía un buen culo para darme azotes y que había que castigármelo bien y dejármelo bien caliente y colorado para darme un buen escarmiento que me hiciera recordar las azotainas durante toda la vida y que así aprendería la lección. El número de azotes que me dio osciló siempre entre trescientos y quinientos (a veces algunos más). Con mi profesora fue por el estilo, aunque nunca llegó a los quinientos y aquello duró sólo un año. Me dio en total unas diez azotainas, todas con el culo al aire y con la regla o la vara, a lo largo del curso.
    Mi madre era cada vez más dura y puedo asegurar que fue a mis catorce, quince y dieciséis años cuando me dio más cantidad de azotes y cuando me dio los azotes más duros, cuando tuve el pompis peor, más colorado que un tomate, hinchado, señalado, lleno de marcas y de rajitas en la piel que a veces estaban casi ensangrentadas, durante varias semanas, cuando apenas podía ponerme los calzoncillos y cuando estuve sin poderme sentar también durante varios días o semanas. 


Durante estos tres años raro era el día que no tenía el culo bien colorado, no porque me pegasen todos los días sino porque los efectos de los azotes duraban mucho tiempo. Fue entonces cuando más lloré, lo que no había ocurrido en mi infancia, a los quince años más que a los catorce, y a los dieciséis más que a los quince. Las azotainas eran cada vez más severas. Aún me acuerdo de cómo me echaba a temblar cuando mi madre me bajaba los calzoncillos y después, de cuando me tumbaba boca abajo sobre sus rodillas y luego, de cuando cogía la zapatilla, la correa o la vara y más tarde, los primeros azotes de cada azotaina ¡ cómo me vibraban las dos mejillas del culo, cómo dolían, cómo escocían, cómo ardían, cómo se ponían al rojo vivo desde el final de la espalda, donde empieza el pompis hasta el comienzo de los muslos donde éste termina, y sobre ese fondo rojo rabioso un sinfín de líneas todavía más rojas y violáceas marcadas con profundidad mientras yo sentía cómo se iban formando al clavarse la correa o la vara sobre mi culo desnudo!  Procuraba no chillar y para ello me mordía los puños del jersey o, si podía, me ponía un almohadón debajo de la cabeza para evitar los gritos, aunque a veces no podía resistir emitir algunos quejidos. Cuando al fin me podía levantar, lo hacía a duras penas porque me parecía que el culo se me iba a partir en mil pedazos, que era un avispero, que me habían arrancado a tiras la piel del pompis  y que me habían obligado a sentarme encima de una hoguera. Lloraba a lágrima viva, los lagrimones me caían por la mejilla hasta la barbilla y todo esto con todo al aire, tanto el culo, hinchado, colorado a tope, señalado y en las condiciones que acabo de describir, como el pene y los testículos, cubiertos ya de vello, enseñándole absolutamente todo a mi madre a mis dieciséis años. Me moría de dolor y de vergüenza, a pesar de que en los últimos tres años, entre los azotes, las curas del pompis y los supositorios mi madre me veía el culo a diario, incluso varias veces al día.
Tengo que reconocer que nunca me pegó sin un motivo serio y que siempre fue por una causa grave. Empezó a los doce y trece años por las malas notas del colegio, consecuencia de una zanganería pasajera que, de no haberla cortado a tiempo, podría haber terminado mal. Siguió a los catorce por hacer novillos y mal comportamiento en el colegio; luego, a los quince por fumar sin permiso, llegar tarde a casa, no portarme como es debido; y finalmente y con más frecuencia aún, a los dieciséis por mis reiteradas faltas de disciplina en casa, mi desobediencia, mis malos modales y contestaciones, mis mentiras, mi altanería, y los malos hábitos que iba adquiriendo en general y que no se debían consentir. La verdad es que todo esto me lo corrigió a base de azotainas. Fueron todas muy duras, algunas de una dureza tan extrema que, de no haber sido yo ya un adolescente hecho y derecho y desarrollado físicamente, no hubiera podido resistir, pero yo también era un muchacho duro, al que creo sinceramente que había que domar de alguna manera. Mis azotainas iban siempre acompañadas de una reflexión antes o después, a veces antes y después de dármelas. Sabía de sobra por qué me las daban y sabía que me las merecía aunque me doliesen. No había una frecuencia exacta, puesto que si no había razones no me las daban, pero unas veces por otras la media era de dos veces al mes. Claro, que esto multiplicado por los cinco años en que las recibí (de los doce a los dieciséis inclusive), y siendo cada azotaina de entre trescientos y quinientos azotes, suman una buena cantidad, teniendo en cuenta además que me los daba siempre con el culo al aire y con la zapatilla, la vara, el cinturón, la raqueta de ping-pong… y bien fuertes, sin compasión ninguna. La postura preferida para dármelos era tumbado boca abajo encima de sus piernas con el pompis en alto y bien a la vista y al alcance de la mano para azotarme a sus anchas, a veces también me los daba colocado sobre la mesa con la cabeza y los brazos hacia abajo y todo el culo en pompa. Normalmente era ella la que me bajaba los pantalones y los calzoncillos, aunque alguna vez me los mandó bajar a mí mismo. Yo prefería no oponer resistencia en estos casos, porque una vez la hice y no conseguí más que llevarme unos cuantos azotes de propina.
Muchas veces, después de darme la azotaina, me ponía castigado frente a la pared con  el culo al aire, bien con un libro estudiando o bien para que reflexionara más sobre lo que había motivado mi castigo.
Normalmente, como las azotainas eran bastante severas y las consecuencias de éstas bastante graves, mi madre me curaba el pompis después. Solía hacerlo tres veces al día con alcohol y una pomada. Por la mañana, me sacaba de la cama, me quitaba el pantalón del pijama y me ponía sobre el colchón a cuatro patas, con todo el culo en pompa y completamente al aire, me empapaba bien sus dos partes con alcohol y yo, aunque veía las estrellas y se me saltaban las lágrimas, no decía nada. 


Después, esperaba a que se secase y me extendía varias veces una capa de pomada en mi dolorido, escocido y ardiente trasero. Luego, a medio día, la misma operación, pero normalmente en el taburete del cuarto de baño, tumbado sobre sus piernas, con el pantalón y el calzoncillo bajados. Por último, a media noche, exactamente igual que por la mañana. Estas curas duraban varias semanas, por lo menos dos o tres, hasta que el culo se recuperase totalmente. Algunas veces mi madre, para castigarme más duramente y hacerme notar más las consecuencias de los azotes, no me hacía la cura la primera semana, lo que producía el efecto que ella deseaba. A mí tanto las azotainas con el culo al aire como las curas que venían después, como no poder sentarme, no poder ponerme los calzoncillos y tener que estar desnudo en casa o tener que estar enseñándole el pompis a mi madre constantemente me fastidiaba muchísimo, pero para eso era un castigo y un castigo que realmente me dolía y que no olvidaré en la vida.
 Hoy lo recuerdo todo perfectamente y con absoluta normalidad, si bien debo decir que en aquellos años de adolescencia me causaba pavor pensar en que me bajaran los pantalones y los calzoncillos y me diesen una de las azotainas que estaba acostumbrado a recibir, a culo visto y con toda severidad, dejándome el pompis como un tomate y bien señalado. En mi infancia no me había ocurrido nada de eso, pero mi adolescencia está llena de experiencias de ese tipo. No hay que pensar por ello que fue una época de mi vida negativa ni mala para mí ni mucho menos. Fue simplemente difícil, pero también llena de aventura y de encanto, en la que fui forjando grandes amistades y en la que me lo pasé muy bien a pesar de los muchos azotes recibidos y en la forma en que los recibí. No todo fueron castigos. También hubo muchas alegrías y una de las más grandes sin duda ha sido la formación de mi persona, que sin ser nada extraordinario, cabe en los límites de lo digno y de lo satisfactorio. No me puedo quejar de la vida ni tampoco de mí mismo, pero si miro para atrás he de reconocer con amor, justicia y agradecimiento la enorme labor de mi madre y de mis profesores en mi educación, sabiendo vencer en todo momento las dificultades que se presentan en esta etapa tan delicada de nuestra evolución, que es la adolescencia.
Estaba claro que ante un mal comportamiento se imponía un castigo. Mi castigo era siempre una buena azotaina con el culo al aire hasta dejármelo bien colorado y señalado durante un largo período de tiempo, siempre superior a una semana. Si la falta era muy grave, además de la azotaina,  me dejaban sin salir el fin de semana, pero en cualquier caso nunca me libraba de la terrible azotaina, a la que yo temía seriamente incluso a mis dieciséis años. Ya he dicho antes que fue a esta edad cuando recibí la mayor cantidad y los más duros azotes y, por tanto, cuando sufrí las peores consecuencias.

Una de las últimas azotainas que recibí a mis dieciséis años fue por llevarme una cinta de cassette de unos almacenes. Me pillaron, llamaron a mi casa y tuvo que ir mi madre a buscarme y dar la cara. Estaba realmente disgustada y con motivos para ello. Cuando llegamos a casa, entramos en el salón, cerró la puerta y me mandó quitarme los zapatos, los pantalones y los calzoncillos y dejarlos encima de una silla. Después me ordenó echarme sobre el brazo del sofá con las manos y la cabeza hacia abajo. A pesar de la vergüenza que me daba quedarme en esta situación, obedecí a la primera, pues comprendí que no iba a conseguir nada haciéndolo de otra manera y, como mi falta había sido tan grave, no me atreví ni a abrir la boca. Así, con todo el culo en pompa y completamente al aire, echado sobre el brazo del sofá y con un cojín delante de la boca, preparado ya para morderlo en vez de gritar cuando me diese la azotaina, empecé a escuchar la regañina que me estaba echando con razón, si bien no era esto lo que yo más temía sino lo que pudiera venir después.
Acabado el sermón, cogió la vara y oí el silbido del primer azote que descargó con todas sus fuerzas en mi pompis desnudo. Saltaron las primeras lágrimas y esta vez ya tuve que morder el cojín a la primera para no gritar. Siguieron más y más azotes con una fuerza y una certeza imposibles de superar. Me llenó todo el culo de azotes de arriba abajo y luego de abajo a arriba, dándome varios repasos, de forma lenta pero continua y segura. A veces, cuando ya no tenía culo donde pegar, me abría la raja y me pegaba en ella con la vara. ¡Cómo picaba! Luego siguió dándome azotes en las nalgas. Con tal fuerza me dio que, después de un buen rato dándome varias tundas de azotes con la vara, ésta se rompió. Entonces, me cogió, se sentó en el sofá, me tumbó boca abajo, me agarró por la cintura y, quitándose la zapatilla de esparto, empezó a darme otras cuantas series de zapatillazos tan fuertes como las que me había dado con la vara porque más ya no era posible. Yo sentía que la suela de la zapatilla se quedaba profundamente clavada en el culo. Me dolía a tope, me escocía a rabiar, me ardía como fuego, desde donde acaba la espalda hasta el comienzo de los muslos, sin olvidar la raja, donde también había recibido unos cuantos azotes con la vara. Ver las estrellas es poco decir. Lo que pasé en esos momentos y en lo sucesivos no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Es verdad que había hecho algo lamentable, pero lo pagué con creces. No sé exactamente cuántos azotes me dio esta vez, aunque al finalizar me dijo que habían pasado de quinientos y que esperaba que esto no tuviera que volver a repetirse.
Cuando acabó de pegarme, me quedé un buen rato inclinado sobre el sofá tal y como estaba, llevándome la mano atrás, aunque terminé dejando de hacerlo porque acrecentaba aún más mi dolor. Al final me ayudó a levantarme y me dejó castigado con el culo al aire y desnudo de cintura para abajo en medio del salón delante del espejo grande. Cuando me vi el pompis, mis ojos que ya estaban llenos de lágrimas se llenaron aún más y varios lagrimones corrieron por mis mejillas llegando hasta la comisura de los labios y la barbilla. Era un gran músculo de fuego rojo dividido en dos partes. Lo tenía todo muchísimo más colorado que un tomate, plagado por encima de un montón de líneas paralelas aún más rojas y violáceas entre las que casi ya no había espacio libre. Además de estas señales, aparecieron también esas grietas que se forman en la piel en estos casos, algunas a punto de sangrar.


De ahí fui directamente a la cama. Estuve una semana sin poder sentarme en absoluto y sin poder ponerme el calzoncillo ni nada que me rozara el culo. Pasé esos días tumbado boca abajo, inclinado hacia delante o de pie, desnudo de cintura para abajo o completamente desnudo. Aunque en casa solamente estaba mi madre, me daba mucha vergüenza que me viera así a mis dieciséis años, con toda la polla al aire, ya  bastante grande y gorda; los testículos, de un tamaño considerable y rodeados de vello y, por supuesto, el culo, siempre totalmente a la vista y destacando por su color y su aspecto, que delataban sin duda que me habían dado unos más que buenos azotes. Me fastidiaban enormemente el dolor y la vergüenza que yo estaba pasando, pero obedecía en todo a mi madre porque tenía más que nunca el pompis a su disposición, ya que esta vez no necesitaba siquiera bajarme los pantalones para dejarme con el culo al aire y darme una azotaina, que era lo que yo más temía. Como decía ella, yo tenía un buen culo, pero entonces lo tenía totalmente enrojecido y señalado, lo que me daba más vergüenza todavía. Además me seguía doliendo y escociendo y a veces se me saltaban las lágrimas sin quererlo. Menos mal que tenía unos días de vacaciones porque no salí de casa en todo ese tiempo. Durante esa semana mi madre decidió no curarme el pompis para que me enterase bien de las consecuencias de la azotaina y así castigarme más duramente. Pasada la primera semana, actuó como de costumbre: tres veces al día me cogía, me ponía con el culo al aire sobre la cama, sobre sus rodillas o en el baño y me lo curaba primero con alcohol (yo sufría porque escocía mucho) y luego con varias manos de pomada, que me servían de gran alivio.
Mi madre me había dicho que de esta azotaina me iba a acordar toda mi vida y creo que acertó. Ella tuvo que dar la cara por mí y pasó un mal trago, lleno de humillación y de vergüenza, pero yo quedé bien escarmentado.

También me acuerdo de aquella vez en la que contesté de mala manera a mi madre, llegando a insultarla y a levantarle la mano. Entonces me sacó de la ducha sin dejarme siquiera que me secara. Me metió en mi dormitorio, cerró la puerta y, después de echarme una buena bronca que tuve que aguantar completamente en pelotas, me mandó que me diera la vuelta y  me colocara sobre mi mesa de despacho con la cabeza y la espalda inclinadas hacia abajo y los brazos hacia delante, las piernas entreabiertas y el culo bien arriba. Ya me había advertido, al terminar la regañina que, dada la gravedad de la falta, serían quinientos azotes se me pusiese el culo como se me pusiese, que esta vez más que cualquier otra no iba a tener ninguna compasión. Nunca me había dado tantos, aunque últimamente no bajaban de cuatrocientos o cuatrocientos cincuenta.
-     ¿Te parece bonito lo que has hecho?, me dijo. Ya verás cómo te voy a poner el culo. Te lo voy a calentar a base de bien, y diciendo esto salió de la habitación para volver al poco tiempo.
Mientras tanto yo, que estaba seguro de que había ido a buscar la vara, empecé a pensar en los azotes que me iba a dar y en cómo me los iba a dar, y me ruboricé de temor y de vergüenza.
-         Continúa así, con el culo en pompa, me ordenó al volver.
Colocado así, con todo el culo al aire y completamente desnudo, cogió la vara que  tenía ya preparada y empezó a darme los azotes con una fuerza increíble. Ya desde el primero empecé a notar las consecuencias de tener el culo al aire y todavía mojado. Mi madre me daba los azotes en tandas que iba contando de diez en diez, unas de arriba abajo, otras de abajo a arriba y luego, para darme un buen repaso, en diagonal, cruzándome bien el culo. Tanto en un sentido como en otro, la vara alcanzaba siempre todo mi pompis, no dejando ni la más pequeña parte sin castigar. Yo me había puesto un cojín debajo de la cabeza para morderlo en caso de dolor extremo y no gritar. En esta ocasión el dolor extremo fue desde el principio hasta el final, aunque al final fuera todavía más intenso. Por eso me retorcía, daba respingos y brincos y levantaba los pies de vez en cuando, lo que le impedía a mi madre azotarme cómodamente hasta que paró y me dijo que cada vez que tuviese que parar serían diez azotes más.
-         Vuelve a ponerte con el culo en pompa, añadió.
Obedecí, pero al rato me volví a levantar por el dolor y el escozor insoportables.
Esto aumentaría la paliza en diez azotes, me recordó mi madre al tiempo que repetía:
-         El culo, en pompa.


Ocurrió lo mismo todavía otras dos veces más, por lo que el número de azotes suplementarios pasó a treinta, que no me perdonó.
 Al final se acercó más a mí, me agarró fuertemente por la cintura con su brazo izquierdo para que no pudiese moverme, me colocó el pompis frente a su vista para vérmelo mejor y con la vara en la mano derecha me propinó todos los azotes que me faltaban, a cada cual más fuertes.
Cuando terminó se sentó en mi cama, porque también estaba cansada, después de la tunda que me había dado y, observando con detenimiento cómo me había puesto el culo, me dijo:
-     Tendré que curarte el pompis con un poco de alcohol y una pomada.
Esto no me extrañó porque ya me lo había hecho bastantes veces en los últimos años. Yo le temía un poco al alcohol pero no me quedaba otro remedio. Me acordé entonces de que en otras ocasiones las sesiones para curarme el pompis tenían lugar tres veces al día durante varias semanas y que, aunque yo sufría un poco, al final me venían bien.
Me quedé tendido sobre la mesa con el culo al aire y en pompa durante un buen rato, llorando, con quejidos de dolor, aunque sin chillar:
-          ¡Aaaaaaaaaaah! ¡Aaaaaaaaaaah!……
Con el pompis más colorado que un tomate intenté incorporarme pero un ardor y un dolor inmenso en todo mi trasero me lo impidió. Seguí como estaba durante un buen rato y ya, cuando al final pude levantarme, vi que mi madre seguía sentada en la cama mirándome el culo y comprobando una vez más las consecuencias de los azotazos que acababa de darme. Vi en su mirada un gesto de aprobación por haberme dado mi merecido. Los dos sabíamos que tenía razones para darme una buena azotaina, pero también que tenía un gran disgusto por haber tenido que dármela.
-         Ponte de cara a la pared.
Lo hice y así estuve toda la tarde hasta la hora de cenar. Pedí permiso para ir al servicio. Cuando me senté en el váter vi las estrellas y cuando me levanté, lo mismo, pero fue al limpiarme el culete cuando me dolió todavía más. Volví a mi habitación y abrí el armario para mirarme en el espejo ¡Cómo me había puesto el culo! Mira que me habían dado azotainas en estos cinco años, y eran azotainas de antología, y no lo había tenido nunca así: era todo un gran círculo al rojo vivo, totalmente hinchado, lleno de rayas de un color rojo aún más intenso y morado, con cardenales, y salpicado como de granitos rojos y de rajas en la piel más grandes y más profundas que otras veces, casi ensangrentadas, todo plagado de señales de la vara, que no había dejado ni el más mínimo resquicio de mi pompis sin golpear.
Fue una lección para un jovencito de dieciséis años como yo lo era: rebelde, soberbio, con mucho genio, cabezota y desobediente, que quería jugar a adulto mal educado. Después de la azotaina que me llevé, de los duros efectos que había ejercido sobre mi pompis y de la vergüenza que pasé cada vez que mi madre me veía el culo en el estado en el que ella misma me lo había puesto, se me bajaron los humos y me quedé más suave que un guante.

Habían pasado ya unos quince días de esto cuando estaba yo hablando en su habitación con Juan, uno de mis mejores amigos de mi misma edad con los que más confianza tenía, y le conté con todo detalle la paliza que me había dado mi madre y que acabo de relatar, y cuáles habían sido sus consecuencias. Él me dijo:
- A ver, enséñamelo.
Como teníamos mucha confianza y no era la primera vez que nos veíamos el culo, no me dio vergüenza enseñárselo. Me bajé los pantalones, me bajé los calzoncillos y le enseñé todo el pompis tal y como me lo habían dejado.
-         ¡Jo, macho, cómo te han puesto el culo! Lo tienes peor que un tomate, además de rojo lo tienes todo lleno de rayas más rojas todavía y con varios cardenales. Además lo tienes todo lleno de rajitas y de puntitos rojos. Y hace ya dos semanas que lo tienes así. ¡Qué pasada! ¿Quieres que te lo cure?
Yo, aunque ya me lo curaba también mi madre, como me dolía, dije:
-         ¡Bueno!
      Al poco tiempo Juan, que sabía cómo me curaban a mí el pompis porque a él se lo hacían igual,  trajo un frasco de alcohol, algodón y un tubo de pomada.
-    Es mejor que te bajes totalmente los calzoncillos. Con la cantidad de veces que nos hemos visto el culo en la ducha, en los vestuarios y en otras muchas ocasiones no te va a dar vergüenza, ¿verdad?
-         Claro que no.
Diciendo esto, me quité totalmente los pantalones y los calzoncillos y los dejé encima de la cama. Me volví de espaldas, dándole el culo a Juan para prepararme.
-    Prepárate bien, me dijo.
Yo le entendí y me puse encima de la mesa con la cabeza y los brazos bajados y hacia adelante y las piernas un poco entreabiertas. Me lo estaba viendo todo lo de delante y lo de detrás, pero ya me lo había visto antes y me lo vería después, y con él no sentía casi vergüenza, Una vez así, estando yo completamente desnudo, con todo el culo al aire y en pompa, añadió:
-         Vas a sufrir, pero tú eres fuerte. No llores.
Luego cogió el algodón bien impregnado en alcohol y me lo fue poniendo poco a poco por todo el pompis primero, y luego por las zonas más castigadas. Lo repitió cinco o seis veces en cada lado del trasero hasta asegurarse bien de que todas las partes estuviesen bien curadas.
Me escocía mucho y apreté el culo instintivamente.
-         ¿Te escuece?
-         Sí, un montón.
-         Tienes que quedarte así, con el pompis al aire, hasta que se te seque, para que te ponga luego la pomada.
-         Ya lo sé.
Se me saltaban las lágrimas. Me puse de pie, bien erguido y, aunque estaba totalmente desnudo, no me daba vergüenza que mi amigo me viese todo pues, como él acababa de decir, no era ni la primera ni la última vez que nos veíamos el culo y lo que no es el culo. En esta situación, con todo el pompis y todo el paquete al aire, empezamos a hablar de nuestras cosas.       
Después de dejarme más de un cuarto de hora con el culo al aire para que se secase, se sentó en la cama y me indicó que me echara boca abajo sobre sus rodillas. Así lo hice, se puso pomada en la mano derecha y, mientras con la izquierda me sujetaba la otra mejilla del culo para que no lo moviese, con ésta me extendía el ungüento en sucesivas veces, lo menos diez o doce, hasta dejarlo totalmente extendido. Luego hizo lo mismo con la mejilla contraria. Cuando comprobó que todo estaba en regla, me dijo:
-         Ya está. Ya puedes ponerte los calzoncillos y vestirte.
Pasado un rato salimos a dar una vuelta, a tomar una Coca- Cola y después al cine.
La película no nos gustó demasiado pero a pesar de ello habíamos pasado juntos toda la tarde. Cuando llegó la hora de despedirnos, nos dimos un abrazo y mi amigo me murmuró al oído:
-         Que se te pase pronto lo de los azotes. 
Yo le estaba agradecido por todo, si bien tuve ocasión de hacer lo mismo por él la semana siguiente porque Juan recibió una buena azotaina que le dio su padre, también a culo pajarero, por una carta de mal comportamiento en el colegio.
 Fui una tarde a su casa y estaba solo y triste. Cuando le pregunté el motivo de su tristeza, me lo explicó y me dijo que su padre se había encerrado con él en el cuarto de baño, le había bajado los pantalones y los calzoncillos, se había quitado la correa y le había dado unos buenos correazos que todavía le dolían. Me pidió que le curase y yo no lo dudé. Me dio una botella de alcohol, un paquete de algodón y un tubo grande de pomada. Nos encerramos en su habitación. Se quitó los pantalones y después se quitó el slip blanco que llevaba, sacándoselo por los pies y dejándolo sobre una silla. Se puso con todo el culo al aire y en pompa sobre el brazo del sillón preparado para que le curase. Tenía el pompis muy colorado y señalado, pero no era ni la cuarta parte de cómo me lo habían puesto a mí y eso que hacía sólo tres días que le habían dado los azotes. Él mismo lo reconocía. 


Le puse alcohol, le dejé con el culo al aire hasta que se le secó y luego le apliqué la pomada. Al hacerlo noté que tenía el pompis caliente, pero no le duró tanto como a mí que, después de tres semanas, lo tenía aún peor. Se lo recordé cuando se quejó al extenderle la pomada.
-         ¿Todavía lo tienes así?, me dijo.
-         Mira.
Me bajé los pantalones y los calzoncillos y me examinó detenidamente el culo. Luego nos desnudamos los dos y fuimos al cuarto de baño a mirarnos en un espejo grande para comprobar cuál de los dos tenía peor el pompis. La prueba era evidente. Él lo tenía bien rojo y señalado, pero yo lo tenía el doble de rojo, con el doble de señales, que además eran mucho más profundas  e igual de caliente, y con la diferencia de que a él se lo habían hecho hacía tres días y a mí hacía tres semanas. Cuando lo comparamos, lo reconoció:
-         Pobrecillo, vaya azotaina, lo tienes todavía peor que yo y hace mucho más tiempo que te la dieron.
Esa tarde no salimos. Mi amigo no estaba para fiestas, pero yo me quedé con él y juntos pasamos unas horas agradables haciéndonos compañía. Para eso están los amigos.
    
Durante ese tiempo estuvimos recordando las trastadas que habíamos hecho y las azotainas que nos habíamos llevado por ello. Yo empecé contándole las tres primeras que me había dado mi madre a los doce y trece años por mis malas notas.

 Le expliqué la primera, cuando mi madre vio el boletín de notas con tres suspensos. Me cogió por un brazo, se sentó en una silla, me bajó los pantalones, me bajó los calzoncillos hasta los pies, me subió la camisa (todo esto de frente). Luego me tumbó boca abajo sobre sus piernas y me subió un poco más la camisa para dejarme con el trasero completamente al aire, de la espalda a los pies, pudiendo contemplar todo mi cuerpo desnudo de cintura para abajo, no sólo el pompis sino también lo de delante, pues además de habérmelo visto ya al desnudarme, se me veía todo perfectamente entre las piernas. Me colocó bien colocado, con el culo totalmente a su vista para poder controlarlo bien. Se quitó la zapatilla y así colocado, con todo el culo al aire ... ¡zas!,¡zas!...me dio una azotaina y me puso el culo como un tomate. El castigo era de cien azotes por cada suspenso, así que me dio trescientos soberanos azotazos con la zapatilla en el culo desnudo. ¡Cómo dolía! Primero, simple dolor. Luego, dolor y escozor. Después dolor, escozor, picor y fuego. Al final era ya casi irresistible. Creí que me iba a partir el culo en mil pedazos. Si los cien primeros azotes fueron fuertes, todavía mucho más los siguientes. Yo no quería gritar, así que me mordía los puños del jersey para no hacerlo. Al final, terminada la tunda, me levantó y me mandó a un rincón. Allí me coloqué sin subirme siquiera los calzoncillos de cómo tenía el pompi. Cada vez que me llevaba las manos a mi dolorido trasero me ardía y me dolía todavía más. Lloraba a lágrima viva, lloraba de dolor y de vergüenza. Me daba vergüenza que mi madre me hubiera visto el culo, cuando ya hacía tiempo que eso no ocurría.
Me daba vergüenza que me hubiese visto el culo al bajarme los calzoncillos antes de la azotaina, pero que me lo hubiese visto mientras me daba los azotes, poníéndose cada vez más colorado y más señalado me daba todavía más vergüenza y que me lo viera al final de la azotaina, mucho más colorado que un tomate y bien señalado con las marcas de la zapatilla, aún más vergüenza y todavía más al recordar que no era el culo lo único que me había visto sino también lo de delante y ahora me lo seguía viendo todo perfectamente mientras yo me frotaba el culo que me dolía a más no poder y lloraba. En todo eso pensaba mientras estaba castigado en el rincón con todo el pompi al aire y desnudo de cintura para abajo, llorando desde hacía ya una hora por el dolor de los azotes. Al final me mandó a la habitación. Me tumbé desnudo en la cama boca abajo. Me cubrí con las sábanas hasta la cintura. De cintura para abajo seguí desnudo, pues el menor roce con mi trasero me hacía ver las estrellas y me saltaban las lágrimas. Casi no pude dormir en toda la noche.
    
No me pude sentar en una semana, tuve el culo bien colorado durante dos semanas y las señales me duraron algo más. Sin duda fue un buena azotaina, la primera que me habían dado hasta entonces, la primera y la más suave de toda una serie de azotainas que recibí desde los doce hasta los dieciséis años.

-         ¿Y la segunda?, me preguntó.
-    Después de la azotaina que me dieron en el mes de octubre, se me quitaron las ganas de hacer el tonto y me puse a estudiar en serio. Todo volvió a ir bien en el colegio hasta pasado el mes de enero, que empecé a vaguear de nuevo. Yo había cumplido ya trece años. Llegaron las notas de febrero y tuve dos suspensos. Ya sabía lo que me esperaba. Mi madre me lo había advertido: "La próxima vez que suspendas algo te vuelvo a hacer lo mismo, te bajo los pantalones y los calzoncillos, me quito la zapatilla y te pongo el culo como un tomate y además esta vez el número de azotes será el doble, doscientos azotes por cada suspenso". Yo no quería ni pensarlo, pero no podía evitarlo. Con mis dos suspensos serían cuatrocientos azotes con la zapatilla y con el culo al aire, y bien dados, sin ninguna compasión. Sólo de pensar en el castigo y en cómo me iba a dejar el pompis se me enrojecía la cara de vergüenza. El primer día no entregué las notas, ni el segundo, ni el tercero. Esperé al último momento.
Recuerdo que fue un día por la noche. Después de cenar le di el boletín de notas sin atreverme a decir nada y me fui a mi cuarto. Enseguida oí una voz que me llamaba: ¡Guillermo, ven aquí! Tuve que obedecer y volver al salón. Una vez allí, me llevó a su lado, cogió una silla y se sentó. Me desabrochó el botón del pantalón y luego la cremallera y me lo bajó. Después me bajó los calzoncillos hasta los pies y me subió la camisa. Después de haberme visto desnudo por delante, me miró fíjamente a la cara y me echó una reprimenda. Yo no me atrevía a mirarla a los ojos y permanecía con la cabeza gacha. Al final me dijo:
- ¿Te acuerdas de cómo te dije que te iba a poner el culo si esto ocurría?
- Sí.
- ¿Cómo te dije que te iba a poner el culo?
- Como un tomate, respondí tímidamente.
- Pues ya lo puedes ir preparando porque además esta vez son cuatrocientos azotes con la zapatilla y con el culo al aire, como la última vez y como va a seguir siendo a partir de ahora.



Dicho esto, me tumbó boca abajo encima de sus rodillas, me colocó el culo en posición de vérmelo bien para poder darme mejor los azotes, se quitó la zapatilla y allí con todo el culo al aire y la zapatilla...¡zas! Uno, dos, tres... y así hasta llegar al total que me había prometido, ni uno menos. Me repartió los azotes por todo el pompis: en las dos nalgas de arriba a abajo, primero en una y luego en la otra en tandas de diez o doce azotes cada una y también en el centro y en los lados de mi adolescente trasero. La sensación fue la misma de la vez anterior pero aún más dolorosa. Primero, un fuerte dolor. Luego, dolor y escozor. Después dolor, escozor, picor y ardor. ¡Cómo duele! Eso sólo lo sabe el que lo ha probado, aunque algunos puedan imaginárselo. Pensé que no iba a poder aguantarlo. De nuevo creí que me iba a partir el culo en mil pedazos. ¡Qué azotazos!
Cuando terminó la azotaina y me levantó, yo casi no me podía poner de pie. El trasero me dolía, me escocía, me ardía, me picaba, me daba pinchazos y la piel de mi pompis parecía que iba a rajarse cuando lo subía o lo bajaba, o cuando andaba o hacía algún movimiento que tuviese relación con esa parte del cuerpo. Mucho más, aun pasado ya un buen tiempo, al intentar ponerme los calzoncillos y no digamos al intentar sentarme.
- ¿Te ha dolido? me preguntó.
- Sí.
- ¿Mucho?
- Mucho, respondí mientras me caían unos lagrimones enormes por toda la cara.
Me quitó los zapatos y me sacó definitivamente los pantalones y los calzoncillos.
- De momento no te van a hacer falta.
Me cogió de la mano y me llevó a un espejo de cuerpo entero que había en el salón. Me puso de espaldas para que me pudiera ver bien el culo.
- ¿Has visto como tienes el culo?, me preguntó.
- Sí, dije tímidamente y con vergüenza, la que me provocaba enseñarle a mi madre otra vez el culo y lo que no es el culo.
Se marchó y me dejó un buen rato delante del espejo para que viese bien las "caricias" que me había hecho. Al ver detenidamente mi pompis desnudo en el espejo, me asusté realmente. Lo tenía todo rojo, de arriba a abajo y de derecha a izquierda, desde donde empieza propiamente el culo hasta el final del mismo. Lo tenía todo rojo y mucho más colorado que un tomate en el fondo. Por encima de esa superficie bien enrojecida tenía un montón de rayas paralelas y de color violeta, que eran las señales de la zapatilla, y además unos cuantos moratones repartidos por las dos nalgas. Ese día mi madre me había visto el culo de todos los colores: blanco al principio, rosáceo, colorado, colorado como un tomate, colorado rabioso y hasta morado. Eso me daba más vergüenza todavía.
Cuando volvió dijo:
- Ahora, a estudiar al rincón.
Me quitó la camisa, que era la única prenda que me quedaba, pues con la calefacción hacía calor en casa, me hizo coger un libro y me puso de cara a la pared, mientras ella se sentó al lado, leyendo también un libro y vigilando mis movimientos. Así, completamente en cueros mirando a la pared y estudiando, permanecí castigado dos horas, en las que de vez en cuando me pasaba la mano por mi culo desnudo, tratando de consolar mi dolor y mi escozor, pero era peor porque todavía me dolía más. Tengo que confesar que se me cayeron las lágrimas más de una vez.
Acabado el castigo, mi madre me mandó a la ducha y a lavarme la cara. Obedecí. Al terminar de ducharme, me estaba esperando en el cuarto de baño para ayudarme a secarme. Lo hizo recordándome que el escarmiento que me había llevado me lo había merecido y que si se volvía a repetir lo ocurrido me bajaría otra vez los pantalones y los calzoncillos, se quitaría la zapatilla y me daría otra buena azotaina con el culo al aire, pero volvería a doblar la ración: es decir, cuatrocientos azotes por cada suspenso, y que me pondría el culo no como un tomate, que eso ya lo había hecho y más, sino que me lo pondría el doble de colorado que ahora. Yo me eché a temblar sólo de pensarlo: cuatrocientos azotes por cada suspenso, con la zapatilla y con todo el culo al aire.        Pensando en esto me eché en la cama boca abajo y desnudo de cintura para abajo con el pompis bien al aire.
 Las consecuencias de esta azotaina: tuve el culo bien colorado durante tres semanas, las señales tardaron un mes en quitarse y los cardenales, mes y medio; de sentarme, ni hablar durante un mes. Los azotes fueron muy fuertes y dados en unas condiciones duras: con todo el culo al aire y con la zapatilla. Fue un buen escarmiento, pero no el último.

-         ¿Te dio todavía más azotainas por culpa de las notas?
-         Sí, a causa de las notas, una más.
Decidí contárselo también.


 
Le recordé que fue en el mes de febrero cuando recibí la segunda azotaina de mi vida, dada en condiciones, como debe ser una buena azotaina. Después de cuatrocientos azotes bien fuertes con el culo al aire y con la zapatilla, de tener el culo más colorado que un tomate y bien señalado y sin poderme sentar durante unas cuantas semanas, quedé bien escarmentado. Así que volví a estudiar como hay que hacerlo, pero pasados dos meses tuve un descuido en una de las asignaturas que iba aprobando por los pelos y al final la suspendí. Era un solo suspenso, pero ya sabía lo que me esperaba. Mi madre me lo había advertido muy claramente: cuatrocientos azotes por cada suspenso. Solamente en pensar que de nuevo me iba a bajar los pantalones y los calzoncillos, me iba a tumbar boca abajo sobre sus rodillas y me iba a dar otros cuatrocientos azotazos bien dados con el culo al aire y con la zapatilla me hacían ponerme blanco de temor. No había alternativa. Como tarde o temprano había que pasar el trago, esta vez no tardé en entregar las notas. Lo hice ese mismo día al llegar del colegio.
Dejé la cartera en la habitación y llevé las notas al salón donde estaba mi madre. Después de darnos un beso, se las entregué. Esta vez, al contrario que la anterior, no me fui a mi habitación sino que me quedé allí mismo para aguantar lo que viniera. Mi madre, que estaba ya sentada en una silla, me bajó los pantalones, me bajó los calzoncillos, me subió la camisa, me miró de arriba a abajo sin decirme nada esta vez y lo demás como las otras veces: yo, tumbado sobre sus rodillas con el culo colocado para vérmelo bien y darme debidamente los azotes, y después la terrible zapatilla golpeándome cuatrocientas veces con el culo al aire y con una fuerza atroz y, como algunas veces en el pasado y otras en el futuro, tuve que soportar la vergüenza de que mi madre me viera el culo de todos los colores (blanco, colorado, morado), pero cada vez más colorado, más morado y más señalado. Las consecuencias fueron también las mismas: tuve el culo bien colorado, señalado y con cardenales durante varias semanas y en ese tiempo estuve sin poder sentarme. El problema es que yo tenía el pompis cada vez peor. Así que aprendí la lección por la cuenta que me traía y no he vuelto a sacar un suspenso en toda mi vida. Más azotainas sí que me han dado, y muchas, pero por otras razones.

-         ¿Qué razones?
Al hacerme esa pregunta le tuve que contar lo que me había ocurrido en varias ocasiones y los motivos que habían dado lugar a que me mi madre me diese los azotes: hacer novillos, llegar tarde a casa, fumar sin permiso, quitarle dinero, desobedecer, mentir…

 
Empecé a contarle todo por ese mismo orden.
Le dije que cuando yo tenía catorce años, casi para cumplir quince, un día se me ocurrió irme por ahí con algunos compañeros en lugar de asistir a clase y llamaron del colegio para comunicar mi falta de asistencia. Cuando llegué a casa mi madre me preguntó:
- ¿De dónde vienes?
- Del colegio.
- ¿Estás seguro?
Al hacerme esta pregunta me imaginé lo que había pasado y me eché a temblar porque sabía, y no me equivocaba, que me iba a dar una buena azotaina y me iba a poner el culo como un tomate.
  Mi madre añadió:
- Han llamado del colegio.
Después me cogió, me bajó los pantalones, me bajó los calzoncillos hasta el suelo y. una vez desnudo, mirándome fijamente a la cara me dijo:
- Te voy a dar tu merecido. ¿Cuál va a ser tu merecido?
- Me vas a dar unos azotes.
- Sí, señorito.
- ¿Van a ser muchos?
- Ya sabes que la vez que menos te he dado han sido trescientos buenos azotes con el culo al aire. Ahora ya tienes catorce años bien entrados y el castigo debe ser más duro.
- ¿Y esta vez cuántos azotes me vas a dar?
- Tú sabes que el castigo debe ser proporcional a la falta. ¿Tú crees que la falta que has cometido es leve, grave o muy grave?
- Muy grave, no, pero grave sí, respondí sinceramente y habiéndolo pensado con seriedad.
- Siendo la primera vez que lo has hecho, yo también pienso lo que tú. Aun así es grave. Pero ya que me lo has preguntado te lo diré: te voy a dar el mismo número de azotes que te di la última vez, hace dos semanas.
- Cuatrocientos, dije yo balbuceando y poniéndome blanco de ver la que me esperaba.
- Cuatrocientos y con todo el pompis al aire como de costumbre, terminó mi madre.
Y así fue. Me tumbó boca abajo sobre sus rodillas, me colocó el culo frente a su vista y en la posición idónea para darme los azotes.Yo sentía vergüenza de que mi madre me viese el culo desnudo a mis catorce, ya casi quince años, pero eso era cada vez mucho más frecuente desde que me dio mi primera azotaina con el culo al aire a los doce años y así fue hasta los dieciséis que me dio la última.
Al colocarme para darme los azotes, se dio cuenta de que todavía tenía el culete colorado y señalado, pero eso no cambió nada.
- Todavía tienes el culo algo colorado y con algunas señales de la última vez, pero ya sabes que eso no va a influir para nada.
Cuando ya me tenía preparado, cogió la correa (desde que cumplí los catorce, ya no me pegaba con la zapatilla sino con la correa) y así con todo el culo al aire me dio una azotaina que no he olvidado aún. Los azotes sonaban firmes mientras la correa se clavaba con fuertes golpes en mi desnudo trasero y lo hacían ocupándolo todo, pues la correa era lo suficientemente larga para abarcar mi pompis de un lado a otro en horizontal y como también era ancha con cuatro o cinco correazos dados de arriba a abajo ya cubrían mi culo suficientemente para dejármelo todo bien rojo y marcado. Las señales que me dejó, acumuladas a las de la vez anterior, al igual que el enrojecimiento de las dos nalgas, fueron todavía más profundos.
Había sido una azotaina de verdad, como todas las que me dieron. Mi madre me zurró bien. Me dio unos buenos correazos y mientras me los daba, yo no pensaba más que en el dolor que los azotes estaban produciendo en mi culo desnudo, que además de dolerme, me ardía y me escocía a más no poder y esto iba en aumento porque cada azote que recibía era un golpe cada vez más fuerte, donde la correa se quedaba cada vez más clavada en todo mi pompis, dejándomelo al rojo vivo y con algunas rajitas en la piel. Los efectos de la azotaina fueron muy claros: el culo como un tomate y marcado, con cardenales y con esas rajitas en la piel que aumentan aún más el dolor y el escozor al sentarte. Todo esto tardó un mes en desaparecer definitivamente.



-     ¡Jo, tío, un mes! A mí eso no me ha pasado nunca.
-         ¿Cuánto tiempo te ha durado a ti la que te han dado más fuerte?
-         La que más, una semana.
-         Tienes suerte entonces.
-         Es que a ti las azotainas te las dan siempre con el culo al aire, me respondió.
-         Desde los doce años, sí. ¿Y a ti?
-         A mí no siempre, aunque sí con cierta frecuencia, pero nunca me dan la cantidad de azotes que te dan a ti, ni tampoco tan fuertes. La verdad es que tu madre te calienta bien el pompis, te lo pone a caldo, te lo deja siempre a tope. Tienes que pasarlo muy mal cuando te está dando la azotaina y también después.
-    Ni que lo digas.
-    ¿Y después de esta azotaina?
 Entonces le conté la siguiente.



Tenía permiso para volver a casa hasta las diez de la noche. Un día se me hizo tarde y llegué a las diez y media. Mi madre me regañó y me advirtió pero no hubo más.
Pasado un tiempo me volvió a ocurrir lo mismo pero esta vez era la segunda y encima llegué pasadas las doce.
 Cuando entré mi madre me preguntó:
-      ¿Sabes la hora que es?
Yo, que lo sabía de sobra, empecé a dar excusas inútiles que ella escuchó pacientemente pero que no se creyó. Me indicó con un gesto que entrara en su habitación.  Lo hice y cuando vi al entrar la correa ancha, gruesa, flexible y con una hebilla, ya adiviné lo que me esperaba.
-         Prepara el culo, me dijo.
Mi madre se sentó encima de la cama, me desabrochó los botones de los pantalones, me bajó los pantalones, me subió el jersey y la camisa y me bajó lentamente los calzoncillos. Luego me tumbó boca abajo sobre sus rodillas y me sujetó fuertemente con un brazo la espalda para que no pudiese moverme.

-         Tienes todavía el culo colorado como un tomate y bien señalado de la azotaina que te di la semana pasada pero esto no va a evitar que te castigue como te mereces. Como no aprendes, habrá que volver a enseñarte.
Yo ya daba por hecho, vista la experiencia, que el tener el culo así no me iba a librar de nada. Cogió la correa y de esta manera, con todo el culo al aire y bien expuesto para los azotes, se dispuso a darme una lección. Yo, a pesar de mis quince años, me eché a temblar y, aunque ya era muy frecuente desde hacía tres años, que mi madre me viera el pompis de todos los colores, a mí me seguía dando vergüenza tener que enseñárselo. Cuando empezaron a lloverme los primeros azotes dejé de pensar en eso. La correa no dejaba de golpear duramente mi culo desnudo, abarcándolo completamente de izquierda a derecha y de arriba abajo, clavándose bien en todas las nalgas y produciendo un dolor, un ardor y un escozor insoportables. Después de darme una buena tanda de azotes en horizontal, me daba otra en diagonal y en los dos sentidos, en forma de “x”, cruzándome todo el culo con la correa. En esos momentos, yo veía las estrellas y mi madre paraba un instante y luego continuaba de nuevo aún con más fuerza. La primera mitad de los azotes me la dio con el cuero de la correa pero la segunda ya fue con la hebilla.. Eso era todavía mucho peor. Aún me dolía mucho más, me golpeaba duramente el trasero y se clavaba en él de una forma más punzante todavía. Yo hacía esfuerzos por no gritar y casi pude conseguirlo del todo gracias a que, al tener mi cabeza echada sobre la cama, mordía la colcha, la manta y las sábanas, pero lloraba a moco tendido. Después de haber contado mi madre cuatrocientos cincuenta azotes, al verme el culo en esas condiciones, decidió poner fin a mi castigo. Ya me había calentado el pompis bastante. Permanecí echado en su regazo durante un buen rato llorando y lanzando algún que otro grito de dolor. Mientras, me dijo que me había puesto el culo como un tomate, mucho más colorado de lo que lo tenía al principio, que me lo había dejado bien señalado y con unos cuantos cardenales, lo que pude contemplar al poco tiempo, que había sido muy dura conmigo, pero que, debido a mi comportamiento, tenía que serlo por mi bien y que seguiría siéndolo si fuera necesario. Al final, así tumbado boca abajo, después de haber contemplado con toda serie de detalles como me había puesto el culo, me dijo:
-         No te vas a poder sentar en una buena temporada.
Y con la experiencia que había tenido conmigo, a base de tantas azotainas que me había dado, acertó sin lugar a ninguna duda. Me puso de pie, me cogió la cara empapada de lágrimas entre sus manos y me dio un beso, diciéndome:
-    Yo no te he subido los calzoncillos, así que no te los subas tú tampoco. Ahora ponte ahí castigado mirando a la pared y con el culo al aire. 

    
     Así lo hice porque era una orden y no estaba en condiciones de discutir y además porque, visto lo ocurrido en otras ocasiones, sabía que no podía ponérmelos en un plazo considerable de tiempo.
Avergonzado, dolorido, llorando aún, con el pompis bien castigado, pero con el consuelo del beso que en había dado mi madre, obedecí y permanecí donde me había mandado y como me había mandado durante casi tres horas mientras ella trabajaba en unos papeles al mismo tiempo que me vigilaba. Menos mal que al día siguiente no había que madrugar.
Me desperté por la mañana tumbado boca abajo y con un dolor y un escozor tremendo en el culo. Me ardía muchísimo. Intenté darme la vuelta y vi que era imposible porque no podía poner las posaderas en ningún sitio ni siquiera en las sábanas o sobre el colchón. Cuando me levanté me di cuenta de que estaba completamente desnudo. Como seguía doliéndome me llevé las manos al trasero y, al ponerlas, además del calor que sus dos partes despedían, sentí aún más dolor. Abrí el armario, en cuya puerta había un espejo grande. Después de haberme mirado por delante, lo hice por detrás, que es lo que más me preocupaba. ¡Cómo tenía el pompis! En mi vida me lo había visto así. Creo que, si no hubiera sido porque ya era un adolescente de quince años, no lo hubiera podido resistir. Lo tenía todo al rojo vivo, no había ni un solo milímetro que no estuviese así, además todo lleno de señales del cinturón y de la hebilla (éstas más profundas todavía) y esas pequeñas grietas que a veces se te abren en la piel y que me hacían todavía más difícil sentarme, hasta el punto de hacerme llorar. De pronto entró mi madre en la habitación y, como ya estaba acostumbrada a verme el culo con bastante asiduidad, no se inmutó. A mí sin embargo se me subieron los colores, pero también me parecía una ridiculez ponerme una mano por delante y otra por detrás después de la cantidad de veces que me había visto desnudo, así que intenté disimular y hacer como si no pasara nada. Me dio un beso y me acarició la cara y los cabellos y me dijo que me traería a la cama el desayuno, la comida y la cena hasta que fuera necesario, ya que no podría sentarme ni ponerme siquiera los calzoncillos. Tenía razón porque realmente no podía hacer ninguna de esas dos cosas. Salió de la habitación y me quedé solo hasta que me trajo el desayuno. En ese transcurso de tiempo y en un futuro no tan cercano, hasta que el estado de mi trasero no mejoró, lo pasé bastante mal porque no podía hacer otra cosa que no fuera estar tumbado boca abajo o de pie y además como me trajo Dios al mundo. De vez en cuando me miraba al espejo con la esperanza de que el aspecto de mi pompis se fuese normalizando. Veía pasar los días y las semanas y eso no era así.
Y no era el aspecto del pompis lo que más me preocupaba. La cuestión es que me seguía doliendo mucho, mucho y no me podía sentar. No es de extrañar que esa azotaina no la olvide en mi vida.

-         Guiller, ¿de verdad que no te podías poner ni los calzoncillos?
-          Tú lo sabes bien, ya has visto cómo me ha puesto el culo la última vez. Tú mismo me lo has curado. ¿Cómo lo tenía?
-         Como un tomate, lo tenías todo hinchado y al rojo vivo por los dos lados y en el centro. La raja del culo también la tenías al rojo vivo. Hasta allí habían llegado también los azotes. Ya no tenías culo donde pegar. Lo tenías todo completamente señalado, lleno de marcas muy coloradas y profundas, con rajas en la piel, un poco más y te sale sangre, con algunos cardenales, ardiendo, hecho una pena, es la verdad. Era como un gran globo rojo y abultado entre la espalda y los muslos, pero rojo hasta más no poder. No me extraña que llorases aunque ya tuvieras dieciséis años.
     ¿Y cuando te pilló fumando?
-         Eso fue el año pasado, pero no me pilló fumando exactamente. Fue de otra manera. Y, como todavía teníamos tiempo, pasé a contárselo también.




El año pasado, cuando tenía quince años me dio por fumar. Lo tenía prohibido y me parecía que hacerlo, aunque fuera a escondidas, era una hombrada. Lo disimulaba muy bien hasta que un día me despisté y me dejé en el bolsillo del abrigo una cajetilla de tabaco negro mentolado y un mechero. No me di cuenta hasta que vi a mi madre entrar con las dos cosas en la habitación pidiéndome explicaciones. Como yo no tenía ninguna explicación, decidió castigarme con unos buenos azotes, ya que sabía por experiencia que con ellos me daría un buen escarmiento.
-         ¿Te acuerdas de cómo te puse el culo la última vez?, me dijo.
-          Sí, respondí en voz baja.  
-         Pues, prepárate.
Diciendo esto se sentó en la cama, me mandó acercarme y, una vez a su lado, me bajó los calzoncillos, que es lo único que llevaba puesto en ese momento. Me tumbó boca abajo totalmente estirado, de cintura para abajo sobre sus rodillas y el resto del cuerpo tendido sobre la cama, sujetándome bien con la mano izquierda mientras que en la derecha ya tenía la enorme raqueta de ping-pong con la que me iba a dar los azotes. Cuando ya me tenía en la posición idónea para ello y me había dejado con todo el culo al aire, como solía hacerlo, empezó la azotaina. Eran unos golpes secos y fortísimos, que me hacían temblar el pompis cuando me los daba en él sin protección ninguna, al mismo tiempo que me lo calentaban de lo lindo, con la dureza del gran dolor y escozor  correspondientes. Hasta tal punto empezó a dolerme  que intenté llevarme la mano al culete, pero me la retuvo  detrás de la espalda y me la inmovilizó. En ese momento me quitó totalmente los calzoncillos y los azotes empezaron a ser cada vez más fuertes. Yo mordía la almohada para no gritar. Hubo un tiempo en el que el dolor de los azotes fue tan intenso que no pude evitar levantar la mitad superior de mi cuerpo descubriendo los genitales, que tenía apoyados sobre las piernas de mi madre. Me quejé y empecé a llorar. Al rato volví a la postura original, con la cabeza sobre la almohada y ésta entre los dientes, con los ojos empapados en lágrimas. Me repartía los azotes a uno y otro lado del culo y también en el centro, no dejando ni un ápice sin castigar desde el final de la espalda hasta el comienzo de los muslos. El tamaño y la consistencia de la raqueta eran más que suficientes para castigar bien mi pompis desnudo. Decididamente me dio una azotaina en toda regla, del mismo calibre que las que venía dando, puesto que el tiempo y las energías empleados en la tunda de azotes, así como la técnica utilizada y las consecuencias que me trajo fueron muy similares. El culo se me puso como un tomate, totalmente inflamado y señalado y no me pude sentar en una buena temporada. Esto ya me lo habían hecho muchas veces, y las que me quedarían, pero a mí me dio la impresión, y no me equivocaba, de que mi madre era cada vez más severa conmigo a la hora de darme unos buenos azotes en el culo.

-         Ya lo creo, afirmó Juan. ¿Y no te han dado ninguna azotaina más hasta ahora?
-         Claro que sí. Desde el año pasado hasta ahora me han dado unas cuantas.
-         ¿Por qué?
-         Por quitarle dinero a mi madre, por ejemplo.
     Y se lo conté.

  
     Era una época en la que a mí me gustaba mucho ver revistas de chicas desnudas, pero eran muy caras y no siempre era fácil hacerse con ellas. Un buen día se me antojó comprar una a un compañero que las vendía de segunda mano y no tenía dinero para ello. Al ver en la mesa del comedor el monedero de mi madre, no pude resistir la tentación y cogí el dinero necesario para realizar la compra del objeto en cuestión, pensando que con un poco de suerte no se daría cuenta o en que ya sería yo capaz de inventar alguna artimaña para disimular el asunto. Pero no fue así, porque en esa ocasión mamá sabía perfectamente lo que había en el monedero y sabía también que yo no tenía ni un céntimo porque me lo había gastado todo el fin de semana anterior.
Una vez conseguida la revista me metí a leerla en el cuarto de baño. Pasado un buen rato oí que mi madre me llamaba y, al no saber qué hacer, respondí que  iba a darme una ducha antes de ponerme el pijama. Me duché y como vi que entraba por la puerta me puse enseguida el pantalón del pijama, sin que me diera tiempo a ponerme la chaqueta. Cuando entró con la vara en la mano, comprendí que me había salido mal la jugada. Se había dado cuenta, yo no tenía excusas y me había pillado con la revista encima del taburete. Me echó una buena bronca, me explicó que entendía que a mí me gustasen las revistas de chicas pero que lo que no podía permitirme era que le quitase dinero. Dicho esto, me ordenó que me quitara los pantalones. Me los bajé, pero insistió:
-         Te he dicho que te bajes los pantalones y además que te los quites del todo y ponlos ahí en el taburete con tu revista.
Sin más obedecí, pues entendí enseguida lo que se me esperaba y no convenía poner las cosas aún peor. Sentía  pavor por los azotes que iba a recibir, pero al recordar las fotos de las chicas sentía también placer hasta el punto de que se me puso dura, tiesa y de un tamaño enorme. Mi madre se dio cuenta perfectamente pero decidió comenzar el castigo.
-         Date la vuelta que te vea bien el culo para darte con la vara.
   Me colocó con las manos apoyadas en el borde de la bañera, espalda y cabeza abajo y con todo el culo en pompa, dejándome completamente al aire los genitales y el pene tal y como lo acabo de describir y, por supuesto, el pompis, colocado en perfecta posición y visibilidad para ser azotado.
-         Verás la azotaina que te voy a dar. Te voy a poner el culo como un tomate.
Y así fue. Una vez que cogió la vara, empezó a darme unos azotes de una gran dureza, primero de arriba abajo, luego al revés y luego, en cruz, calculando bien la zona en la que daba previamente, de forma que todo el culo quedara bien castigado. Me hizo ver las estrellas. Lloraba y lloraba y, cuando terminó, intenté frotarme el trasero pero desistí porque todavía me dolía más. Me mandó a dormir y antes de ir a la cama me miré el pompis en el espejo de mi armario. Lo tenía al rojo vivo, hinchado, ardiente y bien marcado por los golpes de la vara. Sabía ya por experiencia que esto me iba a durar una buena temporada al igual que el dolor y la dificultad al sentarme o al ponerme los calzoncillos pero, como tú sabes, no era la primera ni la última vez que esto me ocurría.


-         Yo no le he quitado nunca dinero a mi madre.
-         Yo, sí, pero lo pagué bien caro.
-         La verdad es que esa vez te merecías unos buenos azotes pero, si te dejó el culo como tú me dices y yo me imagino, es cierto que lo pagaste bien. Este año te han dado unas cuantas azotainas por lo que veo. Ahora que recuerdo, siempre que te he visto el pompis últimamente lo tenías muy colorado, y han sido unas cuantas veces. Sí que te deben de dar unas buenas azotainas.
-         Más que nunca y más fuertes que nunca. Mi madre no me pasa una. No sé si te he contado la que me dio por no querer ponerme unas inyecciones.
-         No, no me lo has contado.
-         ¿Quieres que te lo cuente?
-         Sí.
Me daba un poco de vergüenza contarle esta historia, pero teníamos mucha confianza y, al ponerme yo colorado al contársela, me dijo:
-         Vamos, hombre, no te vayas a poner colorado ahora, somos amigos desde hace mucho tiempo y siempre nos lo hemos contado todo.
     Eso me reconfortó y al final se la conté.




     Ya sabes que hasta hace poco he tenido que seguir un tratamiento médico que me obligaba a ponerme inyecciones diariamente. También sabes la manía que le tengo yo a las inyecciones y, como esta vez mi madre decidió que fuera yo mismo a la consulta de la enfermera para que me las pusiera allí en vez de hacerlo en casa como otras veces, yo aproveché la ocasión y no fui ni un solo día. Mi madre, después de haber comprado todas las cajas de ampollas necesarias, las había dejado en la consulta para que me las fueran inyectando, pero yo no aparecí por allí.
Por este motivo la enfermera decidió llamar a casa para ponerla al corriente de lo ocurrido. Inmediatamente después entró en mi habitación con el cinturón en la mano y me sacó de la cama diciéndome:
-         Te voy a dar una que ya verás.
-         ¿Por qué? ¿Qué he hecho?, contesté.
-         ¿Te parece bonito que después de todo lo que han costado esas inyecciones no te hayas puesto ninguna y que me hayas estado engañando? Bájate los pantalones y prepara el pompis.
Como vi que no había escapatoria, obedecí a la primera. Me bajé los pantalones del pijama, que cayeron hasta los talones, quedándome con todo el culo al aire. Me colocó de espaldas y de pie con el cuerpo inclinado hacia delante, con las manos apoyadas en la cama, dejándome totalmente al descubierto de cintura para abajo la parte trasera y delantera de mi cuerpo. Cogió la correa y con todas sus fuerzas empezó a darme azotes en el culo desnudo. Me dolía, me ardía y me escocía, pero no había compasión posible. Menudas tandas de azotes me dio. Después de haberme dado unas cuantas paró un momento y yo pensé que había terminado cuando me dijo:
-         La azotaina no se ha acabado todavía. Los azotes que te acabo de dar son por desobedecer, pero tú además me has mentido. Por eso te voy a dar otros tantos.
Entonces se sentó en el borde de la cama, me agarró y me tumbó boca abajo sobre sus rodillas y, cogiendo un cepillo de madera, estuvo dándome azotes  a un lado y a otro del pompis hasta ponérmelo a tope. Cuando terminó se me ocurrió refunfuñar entre dientes:
-         Ya está bien.
-         ¿Cómo? Ahora vas a ver si está bien. Te voy a dar una lección que aún no has aprendido,  jovencito, aunque ya tengas dieciséis años.
Diciendo esto me volvió a tumbar boca abajo sobre sus rodillas y siguió dándome más azotes, esta vez con la mano, pero bien fuertes, de manera que junto con los que me había dado antes me hicieron llegar a creer que no iba a poder resistirlo. Yo me mordía los labios y los puños de la chaqueta del pijama, tratando de no gritar y lloraba de dolor, de vergüenza y de rabia, pero con ganas.
-         Ya tienes el culo bien caliente y en condiciones. Mañana ya sabes donde tienes que ir, añadió.
Estaba claro que lo sabía y así lo hice. Fui al consultorio y me recibió la enfermera, que era una chica que sólo tenía siete años más que yo y que era la que se encargaba de mí y sabía lo rebelde que era para el tema de las inyecciones. Me dijo que me fuese preparando como de costumbre. Lo hice. Me bajé los pantalones y los calzoncillos y me puse con el culo en pompa sobre la camilla. Nunca olvidaré la vergüenza que pasé cuando, al bajarme los calzoncillos, me vio cómo tenía el culo por los azotes, colorado como un tomate y señalado por todas partes. Ella me bajó los pantalones y los calzoncillos todavía más, hasta abajo y me subió aún más la camisa, como lo hacía siempre, para verme el pompis mejor y pincharme mejor así. Cuando me lo vio me dijo:
-         Tu madre te ha puesto el culo como un tomate. Te lo mereces por haberte portado así. Viendo cómo te lo ha dejado se nota que te ha dado una buena azotaina y además con el culo al aire. Ha sido así, ¿verdad?

   Me puse rojo y con un nudo en la garganta dije que sí.
   Me ruboricé pero me ruboricé aún más, cuando después de haberme visto bien desnudo por delante y por detrás, añadió:
-         ¡Vaya, si ya eres un hombrecito, tienes mucho pelo por delante, aunque en el culete no tienes casi ninguno! Bueno, prepárate ya.
Me puso bastante alcohol en el pompis. Yo vi las estrellas pero no me quejé. Cogió la jeringa y la aguja, que era enorme y me pegó el primer pinchazo. La aguja se quedó clavada pero no llegó a entrar porque, como yo hacía casi siempre, había puesto el culo duro y así no había manera. Fueron seis pinchazos para una sola inyección, como era habitual conmigo y sólo por culpa mía. Al final me puso bien de alcohol en los dos lados del pompis. Me escocía a rabiar y se me saltaban las lágrimas pero no dije nada. Me mandó que me quedase así con el culo al aire hasta que se me secara y que luego me pondría una pomada, advirtiéndome que no me tocara ahí porque sería peor. Era el mismo procedimiento que utilizaba mi madre después de una azotaina muy severa para curarme el culete. Pasado un rato hizo lo que había dicho: me ordenó de nuevo ponerme con el culo en pompa sobre la camilla y me frotó varias veces con la pomada en el pompis. Me seguía doliendo y escociendo mucho pero el efecto de la crema me servía de consuelo.
Terminó la operación y, al ponerme los calzoncillos, supe lo que era bueno. Al andar era peor y al sentarme, no digamos. Tenía el culo hecho una pena y así lo tuve durante mucho tiempo: colorado, señalado, dolorido…pero me quedó claro que el hecho de ser un jovencito con dieciséis años no me daba derecho a  hacer lo que me diera la gana.         
Las curas del pompis se repitieron todos los días hasta terminar el tratamiento, que era de cuarenta ampollas intramusculares, ya que las señales que aún tenía en el culo, consecuencia de las inyecciones y de los azotes, no se me habían quitado todavía. A estas curas hay que añadir también las que me hacía mi madre en casa, que eran tres diarias. El castigo fue duro y el escarmiento, muy grande. Cosas como ésta no se olvidan.

Mi amigo sonrió cuando llegué al final de la historia y añadió:
-        Es verdad, esas cosas no se olvidan. No me extraña que te diera vergüenza que la enfermera te viese todo el culo colorado como un tomate y con esas señales. Yo me moriría de vergüenza también. Ya sabía que tú le tenías mucha manía a las inyecciones, pero nunca pensé que fuese para tanto.
Yo era consciente de que Juan no tenía ningún problema con las inyecciones porque le ponían muchas y él me lo había dicho. Por eso no le comenté nada más sobre el asunto.



     Luego él continuó:
-         No creas, a mí también me han dado unas cuantas azotainas y con el culo al aire como a ti, aunque reconozco que una de las tuyas vale por diez de las mías.
-         Antes de darte la última, ¿hacía mucho tiempo que no te habían dado ninguna?,pregunté.
-         Hace dos meses, la última vez que nos dieron las notas. Mi padre no estaba en casa.
Me cogió mi madre, me tumbó sobre sus rodillas, me bajó los pantalones y los calzoncillos, se quitó la zapatilla y me dio unos buenos azotes. Me puso el culo colorado y estuve con él así durante casi una semana. Lo malo es que, cuando llegó mi padre y vio el boletín, cobré de nuevo y esta vez fue peor. Se encerró en mi cuarto conmigo, se sentó en la cama, me tumbó boca abajo, me quitó los zapatos, me sacó totalmente los pantalones, me bajó los calzoncillos hasta los tobillos, se quitó el cinturón y empezó a darme unos soberanos correazos con el pompis desnudo. No fueron tantos ni tan duros como a ti, pero también me dolió y tuve el culo como un tomate, señalado y sin poderme sentar durante una semana, esta vez completa.
     Diciendo esto observé que se llevaba la mano al trasero y le pregunté:
-         ¿Te duele?
-         Sí, ¿quieres curármelo otra vez por favor?
-         Claro.
Mientras él se bajaba los pantalones y los calzoncillos, yo iba preparando el alcohol y a pomada, que estaban sobre la mesa. Como pensaba ponerse después el pijama y para que yo pudiese curarle aún mejor, decidió quitarse totalmente los calzoncillos y quedarse completamente desnudo. Una vez así, se colocó con el culo en pompa y al aire sobre la mesa. Yo impregné bien el algodón en alcohol y le curé primero todo el pompis en general y luego parte por parte las zonas que tenía peor, empapando varias veces distintos algodones. Tenía el culo algo mejor que hacía unas horas, la primera vez que se lo vi, pero no demasiado. Tenía todo el fondo rojo, no muy fuerte, más bien rosáceo y varias líneas paralelas en un rojo algo más oscuro, sobre todo en los lugares que se aproximaban a la raja del culo, donde la correa parecía haber pegado más fuerte. Al ir a curarle ahí, Juan se revolvía, resoplaba, se quejaba y lloraba, porque era donde le escocía más.
-          Vamos, hombre, que ya estamos terminando, le decía yo para animarle.
De todas formas pensé que el color rojo y las marcas no tardarían más de una semana en quitarse, si es que llegaba. Y así fue por lo que él mismo me contó y lo que yo pude comprobar después.
Una vez hecho esto le tuve veinte minutos desnudo delante de mí y con todo el culo al aire hasta que éste se secara del todo, luego me senté en la cama y a un gesto mío se colocó boca abajo sobre mis rodillas con el culo en alto para que le pudiera aplicar la  pomada. Así lo hice, tres veces en cada uno de los lados para dejárselo bien curado. Al hacérselo noté que tenía el pompis todavía caliente, aunque no demasiado y que alguna de las líneas dibujadas en él por la correa tenían cierto relieve, aunque tampoco mucho. Había sido una buena azotaina pero, como había dicho Juan, cualquier azotaina de las que me daban a mí valía, sino por diez, sí por cinco de las suyas.
Cuando la pomada quedó bien extendida y se secó, Juan se puso ya el pijama, yo miré el reloj y le dije:
-         Juan, me tengo que ir, que ya es la hora y no debo llegar tarde. Si no luego  mi madre me zurra en el culo y ya sabes cómo me lo pone.
-         Vale, Guiller.
Me acompañó hasta la puerta y allí nos dimos un apretón de manos y un enorme abrazo de oso, mucho más fuerte que de costumbre. Nuestra amistad siempre había sido firme y sincera pero, a partir de aquel día en el que nos habíamos hecho tantas confidencias sobre cosas que no se le cuentan a cualquiera, se afianzó todavía mucho más.

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