27/9/15

Velas




Avancé despacito, apoyando con precisión mis rodillas en el centro de las baldosas de la cocina, en dirección al salón; allí el tacto era distinto, el parqué era más cálido y reconfortante, e incluso las palmas de mis manos lo agradecían también. 

Con la mirada fija en el suelo fui avanzando por la estancia hasta llegar a mi destino, el sofá preferido por mi Amo. 
Allí me recosté en el suelo como un perrito, en espera de la llegada de su Dios. 

Los pasos de sus botas en el parqué me sacaron de mi ensoñación; me alcé, sin dejar la posición de perro, a cuatro patas, y meneé el trasero en señal de alegría, como un perro hace, pero sin levantar la mirada del suelo. 
Entonces El se acercó a mí, me hizo una caricia en el cabello mientras contemplaba sus lustradas botas negras, y las besé devotamente. 

Aquella noche mi Amo venía con ganas de jugar, porque en un momento dado lanzó una exclamación de disgusto, achacándome que me había orinado en el suelo y no en el cajón destinado a tal fin; era una excusa perfecta para poder abusar y disfrutar de mi cuerpo como más le gustaba. 

Me quedé quieto en el sitio mientras El desaparecía en su cuarto, para obtener los instrumentos y juguetes con los que gozaría aquella noche. 
Cuando regresó al salón colocó cuidadosamente los instrumentos sobre el sofá, se sentó entre ellos y abrió las piernas. 

Con un gesto me ordenó acercarme y lo hice hasta quedar entre sus rodillas; cogió una capucha negra de látex y me la embutió en la cabeza. 
Una vez bien ajustada me ordenó abrir la boca; así lo hice sin frenar mi avance y pude notar cómo un instrumento plástico llenaba mi boca. 
Se trataba de un dildo que me hizo ir tragar hasta que la punta rozó mi campanilla. 

Entonces escuché un mechero encenderse, y enseguida supe qué me tenía reservado mi Dueño. 
Primero se acomodó en el sofá, apoyándose en el respaldo del mismo, arrastró todo mi cuerpo tras de sí y tuve que poner mis brazos por debajo de sus muslos y dejarlos quietos, sin moverlos ni un centímetro. 

Fue cuando sentí el primer impacto; una gruesa gota de cera cayó en mi espalda, solidificándose al instante. 
No fue tanto el dolor como lo inesperado de aquel dulce contacto lo que me hizo estremecer y morder con fuerza el falo que me llenaba la boca. 
El segundo mordisco de la cera ya no surtió el mismo efecto, y un ratito después ya no sentía ningún dolor. 

Entonces mi Amo cambió de estrategia. 
Me pidió que identificara el color de la vela que soltaba su cera en mi espalda cada vez, y como no podía hablar, tenía que levantar la mano derecha si era roja o la izquierda si era azul; en caso de ser verde, tenía que levantar las dos. 

La verdad es que aquel juego era totalmente caprichoso y mis respuestas serían dadas al azar. 
En caso de no acertar, un azote me haría afinar mi siguiente predicción. 
Por supuesto, no sé si acerté alguna o no, solo sé que cada respuesta mía se pagó con un azote; "azul", dije levantando la mano izquierda y en esa primera respuesta teniendo la esperanza de acertar. 

El efecto fue inmediato: un golpe dado en mi nalga izquierda con una palmeta larga y flexible, cuya inercia hizo que el golpe se multiplicara por cuatro. 
Y otro respingo por el golpe dado sin avisar. 

Durante un buen rato estuvo alternando las gotas de cera con los azotes en mis nalgas, pero la excitación del juego y su impaciencia por encadenar un azote tras otro llevó a mi Amo acomodar su cuerpo sobre mi cabeza, sentando su perfecto trasero directamente en mi cogote y descargó su palmeta repetidamente y con violencia sobre mis ya doloridas y enrojecidas nalgas. 

Mi cara se hundió en el cojín del sofá, pero el solo contacto con su divino culo me transportaba a un limbo jamas imaginado, y soportaba contento sus crueles caricias. 

Se derrumbó de nuevo en el respaldo del sofá, tomándose unos segundos de reposo e ideando el próximo movimiento; acarició mi cabeza por debajo de su entrepierna mientras empuñaba el látigo de cuero con su mano, y levantándose de improviso comenzó a descargar latigazos sobre mi espalda, quitando de esta manera la cera almacenada sobre mi piel. 

Claro, la cera y la piel saltaron por igual a cada golpe, y el brillante carmesí de mi sangre se fundió con los matices de la cera, lo que excitaba más y más a mi Señor. 

Con suma precisión fue recorriendo cada centímetro de mi espalda y dejó limpia mi piel del producto de la cera. 
El ya no podía más, el placer le asaltaba con cada latigazo. 

Corrió a sentarse de nuevo en el sofá, reclinándose y dejando mi cabeza ya sin capucha entre sus muslos de nuevo, apretando la zona de mis labios contra su verga y incitándome a proporcionarle el placer que le llevaba rondando un buen rato. 

No hay mejor regalo para mí que poder satisfacer el placer de mi Señor, no hay mayor entrega y devoción que la de mi boca cuando entra en contacto con el tesoro de mi Señor, y así, con la violencia y la brevedad del momento, nuestras almas se fundieron una vez más en el sublime acto del orgasmo, sus muslos se marcaron a fuego en mis mejillas y el tiempo se detuvo en aquella habitación. 


Una vez relajado, acarició mi lomo como el de un buen perro, volví a mover la colita, y me conminó a no volver a tener una falta como aquella, para que no me tuviese que volver a castigar, pero por dentro me sabía que no pasaría mucho antes de repetirlo y yo, por dentro también, lo esperaba con ansia. 

Adaptación de un relato de exclav

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