Por cuatro días locos...
A orillas del lago Michigan tiene lugar todos los años, desde hace 35, un ritual pagano de primavera:
la elección de International Mister Leather, una excusa que congrega miles de hombres más o menos encuerados
y dispuestos a renovar sus pactos de mutua fecundación (a veces asistida).
El lugar
Chicago es la “segunda ciudad” de los Estados Unidos, aunque en términos estrictamente demográficos ocupe el tercer puesto
(segunda en cantidad de residentes latinos).
En belleza arquitectónica, justo es decirlo, supera a Nueva York.
Hacia el norte, la ciudad se desgrana en apacibles barrios residenciales con casas “firmadas” por los grandes arquitectos del siglo
(Frank Lloyd Wright a la cabeza).
Boystown (en el corazón de Lakeview) es, como su nombre lo indica, el barrio donde viven las locas chic.
Más al norte, por la costa del lago, está la “playa gay”, visitable más entrado el mes de junio por la inclemencia de los vientos que atraviesan el lago y traen de la tundra canadiense la nevisca y el frío, en cualquier momento.
A diferencia de San Francisco y Nueva York, Chicago no sufrió la persecución estatal de los comportamientos durante los años ’80 y ’90,
y por eso la trama urbana del puterío conserva el encanto de lo barrial: el sauna más grande del Midwest y otros antros en los que,
a juzgar por las promociones, es posible encontrar, si no la cara de Dios, al menos su benevolencia.
El acontecimiento
En mayo, el frío cede a las promesas de la primavera y del cortísimo verano.
El último lunes del mes se conmemora el Día de los Caídos en Guerra (Memorial Day).
Es el primer fin de semana largo de la primavera, y durante esos días, desde 1979, se celebra en Chicago la elección de Mister Leather International (el internacionalismo de la competencia se justifica con la participación, algo forzada, al lado de los Mister Leather de cada uno de los estados, de representantes de Canadá, Australia y Munich).
International Mister Leather (IML) es una institución de la que la ciudad se jacta porque mueve 13 millones de dólares en los cuatro días que dura la locura ganadera (el paquete de tickets para las ceremonias costaba lo siguiente: gold U$S 205; silver, U$S 190, y bronze, U$S 175).
Parte de la recaudación por la venta de entradas se destina a sostener el Leather Archives and Museum.
Acreditado como estaba, disfruté doblemente del disparate: la competencia es como la elección de Miss Universo (igual de encantadora y boba).
Un jurado puntúa a los concursantes (que deben haber triunfado previamente en elecciones locales y/o tener el patrocinio de algún bar, club o asociación leather) en tres rondas sucesivas: la presentación general en vestimenta de cuero, la competencia de personalidad (diálogo público con chisporroteo de chistes de doble sentido) y la exhibición de cuerpo (desfile en jockstrap).
Aunque la comunidad leather se jacta de ser una de las más inclusivas, y entre los concursantes había, en efecto, candidatos tan poco fotogénicos como para demostrarlo, los ganadores suelen ser los que resultarán mejores modelos para las marcas de ese nicho de mercado.
Este año, y gracias a los cabildeos de este cronista, resultó ganador (ante una audiencia de 1500 personas en el Harris Theater) Ramien Pierre (que llegó con el título local de Mr. DC Eagle 2014), un negro impactante que contrastaba con la belleza clásica y wasp del ganador del certamen en 2013, Andy Cross.
Los cetros (o látigos) de “princesas” fueron para Steve Dupont (Mr. New England Leather 2014) y Cody Troy (Mr. Midwest Leather 2013).
Mi candidato era Omar L. Boots (Mr. Connecticut Leather 2014), un latino que estaba para comérselo con la ropa puesta), pero como el fotógrafo enviado por Soy seguía la causa de TC Hammond (Mr. Wisconsin Leather 2014), una bestia que si te ponía una mano encima te desmembraba, el desacuerdo de la delegación argentina impidió que hiciéramos lobby por alguno de los dos.
Eso sí: sembramos entre el jurado la conveniencia de no seguir alimentando la supremacía blanca (ya se sabe que nada es más poderoso que la mala conciencia).
En paralelo y en horario vespertino funcionaba una competencia de (literalmente) lustrabotas.
El ganador (entre seis participantes) fue Scout.
La fiesta Más allá de la elección, de la que muchos ni se enteraron, la idea de los 3 mil visitantes pasa por reunirse para que los flujos de deseos fluyeran hasta las últimas consecuencias.
La sede central era el hotel Marriott (U$S 200 promedio la noche), en el centro, cerrado exclusivamente para los participantes de la convocatoria.
Uno cruzaba la puerta giratoria y se encontraba, a cualquier hora, con una multitud de hombres (jóvenes, viejos, lindos, feos, altos, bajos, lindos, sordomudos, hemipléjicos, lindos, ancianos, rubios, lindos, morochos, flacos, gordos, lindos, musculocas, velludos, lindos y lampiños) en cuero, calzoncillos, jockstraps y poco más (borceguíes y zapatillas, desde ya).
En los grandes salones de los pisos tercero y quinto funcionaba el mercado, donde se vendía ropa de cuero, complementos, dildos de todo tipo (los que reproducen la genitalia humana ya parecen anticuados, y había una gran variedad de modelos de genitalia animal: caballos, perros, cerdos, elefantes, e incluso algunos con formas de excremento), accesorios para la práctica del bondage.
Este cronista compró unas pastillas (“1 to hurt it, 2 to kill it”) todavía no evaluadas por la FDA a U$S 10,99, pero todavía no las ha probado y tal vez no se atreva nunca. En los cuartos (todos ellos tomados por locas de los puntos más alejados de la geografía americana) se anunciaban fiestas privadas: de 9 PM a 1 AM (decían los avisos) recibimos en la habitación (digamos) 8745. “Estoy vendado y en cuatro. Golpeá y entrá.” No menos de cuarenta carteles por día de ese tenor podían leerse en las páginas especializadas de Internet. Los ascensores estaban, siempre, atiborrados de hombres sudados que bajaban y subían.
Colmado el Marriott, las reuniones también sucedían en hoteles contiguos, en saunas, bares leather y gabinetes de video, en toda la ciudad (pero no en la vía pública, a diferencia de las europeas fiestas Folsom, mucho menos normalizadas y más populares). El jueves previo a la competencia, el sauna Steamworks fue sede de una fiesta CumUnion (cuyo encanto, como puede suponerse, radica en el intercambio inmoderado de fluidos lácteos). Para entrar al gigantesco lugar (U$S 25 por persona, con locker) la cola era de media hora, y si uno aspiraba a un gabinete privado (U$S 20 adicionales) había que pagar la membresía VIP (otros U$S 25) y anotarse en una lista de espera para por lo menos tres horas después. En los días posteriores, las esperas aumentaron. No había rincón donde no hubiera un tumulto indescifrable de miembros y de cuerpos, por lo general alrededor de un previsible núcleo “suplicante” (un hombre desnudo, por lo general latino, en cuatro patas con la cabeza gacha y todo lo demás expuesto al capricho del paseante).
Mareado, este cronista se limitó a sentarse en un lugar de paso, al costado de una escalera, hasta que entró en alucinación: el lugar parecía el pasillo de una combinación de subte en hora pico, donde circulaban muy apurados, y con propósitos aparentemente muy claros, hombres todos desnudos y con mirada torva.
En la terraza para fumadores, un lugareño se quejaba, escéptico ante la invasión de quienes parecían los angustiados sobrevivientes de una catástrofe planetaria: “Odio IML. Es un fin de semana perdido”.
Para el sexo y el placer, tal vez; para el consumo, en modo alguno. Las clases En los salones del Marriott, y en el sauna, siempre había demostraciones públicas.
Clases prácticas de latigazos, tortura de pezones, ataduras y momificación en rincones del hotel donde los curiosos se agolpaban para fotografiar y filmar las sesiones pedagógicas.
Al joven que se sometió al enrojecimiento de sus nalgas y su espalda a latigazos le hicieron firmar previamente un consentimiento para poder, incluso, colgar el video en Internet (el fin último de todo, en USA, es la venta y la promoción).
En la zona de gimnasio de Steamworks, de quinientos metros cuadrados, las máquinas caminadoras habían sido reemplazadas por cinco slings en línea y uno enfrentado, sin mamparas divisorias ni cortinas, atendidos cada uno por un fister.
Quien quisiera participar de la demostración de fisting debía anotarse en una lista, contribuir a una causa benéfica, esperar el llamado, subirse al sling, vendarse o no los ojos (según quisiera), ser o no ser amordazado y aceptar el puño entrenado buscando camino hasta el centro incandescente donde, a lo mejor, reside el alma.
Había también para esta actividad gratuita de aprendizaje serializado, como en una línea de ensamblaje, considerables colas (y tiempo de espera).
La mía: con el corte de pelo inadecuado, uno se vuelve totalmente invisible.
Daniel Link (Suplemento Soy 13 de Junio 2014 Página 12 Buenos Aires)
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