9/2/12

Las vías de la Pasión - 3ra parte -

La tarde había empezado a apagarse. A su ritmo habitual. Aunque en los últimos minutos, parecía haberse precipitado en una mayor y más rápida oscuridad. El cielo había ido girando a un gris ceniciento, y tras el resoplar de un aire borrascoso, centelleante, cayó la súbita noche. Extraña. Amenazadora.


Celso, con las primeras gotas de lluvia, recogió algunos objetos domésticos que periódicamente pulía y restauraba en un pequeño taller situado en la galería exterior de la casa, y entró.

Secó los restos de humedad de su piel, y enfrentando el rostro al espejo, reparó en la pequeña herida junto a la comisura de la boca. La rozó con los dedos, inspeccionándola, como deteniéndose a revivir la compleja escalada de sensaciones de ese día.

Mientras había ido despertándose en la mañana, se sintió cómodo sumergido en el abrazo que Marcelo le ofrecía desde la espalda. Había notado el calor y el vigor de la polla acariciando y golpeando la entrada a través de los pliegues de su agujero ...pero finalmente la había retirado.

Los pensamientos que últimamente le rondaban tuvieron, así, confirmación.

Algo estaba despertando, o apagándose, en el soldado. Tuvo la misma sensación cuando, mirada entreabierta, lo observó, pensativo e inquieto, mientras permanecía en el baño.

Sin embargo, todos los miedos, todas las dudas, se difuminaron en el momento en que, del agua, emergió el chorreante cuerpo, poderoso, e inundando de pura belleza y sensualidad la estancia.

Definitivamente, era el único objetivo de su vida. Deseó ser hasta la más simple urdimbre del tejido con que Marcelo se secaba, empaparlo, y permanecer así, agarrado a todos los pliegues de su cuerpo, los poros de su piel, bebiéndolos, y desaparecer en esa unión, permaneciendo, ya para siempre, en él.


Cuando, en la mañana, Marcelo se había acercado al lecho, a calzarse las prendas de su rutina diaria, y mientras recogía su polla bajo la recia falda, deseó su abrazo, su peso, notar como lo apretaba, quedar marcado con las aristas metálicas del uniforme, la funda de su espada... que, allí, adormecido aún, ansiaba le rasgase todos los deseos de la enfebrecida piel.

Como un resorte, pareció que Marcelo lo había entendido, y le dio, por un momento, parte de lo que había ansiado, al tiempo que, como un lobo hambriento, había mordido su labio inferior sabroso y fresco en la mañana ... hasta provocarle la herida que ahora él acariciaba.

Luego, cuando Marcelo alcanzó la puerta, habían cruzado sus miradas repletas de palabras mudas... y había salido, mientras el permanecía un tiempo más sobre el lecho, sangrante aún, e imaginando deseos.

Un nuevo centelleo, acompañado de un ruido ensordecedor, lo sacó de la ensoñación frente al espejo.
El aire había acabado apagando casi todas las velas que alumbraban la casa, y las recogió, agrupándolas cerca de rincón donde tenían el lecho, de alguna manera protegido.

Pronto llegaría el soldado. Quizás se retrasaba hoy más que habitualmente. Y entonces le asaltaron las conjeturas que había estado temiendo e imaginando. Las frecuentes incursiones sexuales a las que se veía arrastrado, las ocasiones de placer estallante y momentáneo, con compañeros, en las termas, en las orgías a las que se le invitaba reclamándolo... y que algún día podían acabar separándolos.

Hasta el momento nada así había sucedido. Pero, a veces, sus compañeros de juegos eróticos eran tan carnales, tan hermosos, tan viriles, además de pertenecer a su rango social, que la oscura idea siempre le atormentaba. Sobre todo cuando Marcelo, al regresar, le contaba su día, deteniéndose, complacido y morboso, en detalles de algunos de los encuentros sexuales. Aunque siempre acababan riendo, y jugando juntos, llenos de verdad.

Recordó la noche, no muy lejana, en que Marcelo había vuelto acompañado por un soldado extranjero recientemente incorporado a su centuria, y con el que había intimado especialmente, compartiendo ratos de ocio, mostrándole lugares nuevos, mágicos, recónditos, y desconocidos de la urbe. Aquélla noche se retiraron juntos y Marcelo le había ofrecido compartir su lecho.

Celso había vivido en silencio todo el ritual de complicidad y seducción entre los dos hombres, oyéndolo, sin intentar, si querer, presenciarlo. En la penumbra, había querido ser, mientras esperaba por si era reclamado, el objeto de sus jadeos animales, el receptor silencioso de sus vigorosas pollas babeantes, la criatura y el gemido deseados por ambos. Pero sólo fue reclamado cuando, en un giro tramposo a sus deseos, solicitaron de él que lamiese con su lengua los restos de semen que habían acabado adornando sus pieles.

Ejecutó la orden, sometido y excitado. Marcelo era su señor y hasta en eso quería complacerlo. Luego, solo y a oscuras, tuvo que agitarse hasta descargar, contraído por la frustración y el placer, su generoso jugo.

Pero esta noche parecía distinta. Volvió a encender las velas, silencioso e inquieto. Oyó los pasos del centurión, solitario, sobre la calzada húmeda, y en el momento en que terminaba de preparar algún bocado de comida y lavar las frutas que en la mañana había recogido en un bosque cercano.

Caminaba deprisa, huyendo del persistente vendaval desatado hacía unas horas... justo cuando acababa su extraño día en el monte. Habían nacido en él tantas sensaciones nuevas. Mientras, sin embargo, las horas pasadas habían ido materializando la presencia de la muerte. Había permanecido allí hasta que el cuerpo sin vida del crucificado fue descolgado, acercándose a presenciar, a cierta distancia, como era envuelto por familiares y seguidores en un blanco sudario. La corona que había martirizado su frente había quedado sobre el barro, e instintivamente, la había recogido, guardándola bajo sus ropas.

Celso, ahora, lo contemplaba sacudiéndose las ropas en el pequeño atrio de la casa, y allí, vislumbrándolo apenas, ya lo deseó.

Al entrar se fundieron en un abrazo de silencio, pero en el que sus entrañas comenzaban a a hablar. Sus labios, enredados, no podían, a pesar de su elocuencia. Marcelo mordió el cuello, junto a las arterias calientes, sin poder soltar su presa, que por fin, liberó sus gemidos.

Sus manos se recorrían, apretándose hasta el dolor, entrelazándose con sus muslos, aprisionándose en los pliegues de los sexos. Las ropas de Celso, arrancadas, cayeron al suelo, y ya desnudo, cuerpo y alma, se colgó del cuello del soldado. Abrió las piernas sobre las fuerte cintura de Marcelo, aún protegida por su uniforme, contra el que comenzó a frotarse violentamente, sintiendo las rudas pieza contra su pene, enrojecido, y queriendo absorberlas con sus potentes glúteos.

Marcelo lo empujó al lecho, que había quedado rodeado por velas encendidas, y mirándolo allí, abierto en todo su ser, susurró, al tiempo que abría las piernas sobre el cuerpo de Celso: ¿Podrás amarme hasta el final, con total entrega, con esta fuerza nueva con la que yo te deseo?

Celso finalmente, podía hablar, libre: “Eres mi señor. Siempre lo has sido. Comencé a vivir en esta casa, por el amor de tu familia, y he seguido viviendo por y para tu amor . Cada día a tu lado, ha sido el alimento necesario, primero tu abrazo de amigo, de maestro, luego tu leche de hombre, que me inyectaba nuevos días, y el placer inmenso de servirte, de atender el más pequeño de tus deseos. Esa ha sido la razón para amanecer respirando cada día.”


Mientras el joven hablaba, Marcelo tomó una de las velas cercanas. La acercó a su rostro, que resplandecía, y mientras comenzaba a bajar hacia sus pezones, cayeron en su torso algunas gotas calientes. El joven se estremeció, gimiendo, y le pidió más, preso allí bajo los muslos de Marcelo, que roció su cuerpo, la parte interna y prieta de sus piernas, e inmediatamente se arrojó a morderle hasta que fue consciente de su entrega dolorosa.

Celso, mientras jadeaba, siguió su entrecortado discurso: “Nunca me abandones sin tu alimento, señor, no podría seguir, y quiero que mi sangre también te nutra, te de la fuerza de seguir amándome, deseándome siempre bajo tu cuerpo caliente.”

Marcelo alcanzó algunas frutas pequeñas y oscuras de las que Celso había preparado en una cesta cercana al lecho, mordiéndolas, dejando que el oscuro jugo cayese hacia la boca de Celso. Ésta, abierta, lo recogía, mientras la lengua lamía los restos en su propio rostro, inmediatamente preso por los incendiados besos del hermoso centurión, que ardiendo, y sin poder sujetar más su polla, se arrancó de un golpe el suspensorio.

“Quiero que éste sea nuestro único mundo, el único sitio para mi vida, para esperar tu llegada, tu cuerpo, tu mirada, tu pene rompiéndome siempre, sin fin, llenando mi boca, hambrienta hasta el ahogo”

Marcelo introdujo los dedos en su ano, con cera caliente, que al instante quedó amortiguada por su quemazón interior. Los ojos del joven, entornados, sonreían.

“Siempre te voy a pedir más, y yo me daré entero. Podrás, si lo deseas, señor, ofrecerme, auque me duela, a tus compañeros, como tu objeto más preciado, porque te pertenezco.”

Lo penetró como nunca lo había hecho, sin aceites, sin ungüentos, de un golpe seco. Celso gimió ahogándose con la primera embestida de su polla, que sintió en su garganta.

Lo apretó para empujar fuerte los glúteos de Marcelo, que la luz de cera hacía parecer de bronce, lo agarró para conservarlo dentro, y quiso que todo acabase allí, como sus dudas, sus temores.

El soldado necesitó embestirle desde atrás, y sin sacar su miembro, lo giró bruscamente hasta que Celso quedó apoyado sobre sus codos y rodillas, mientras notaba el desgarro que el movimiento forzado le había provocado. Pero no se movió. Seguía ofreciéndose insaciable.

Y así, entre susurros y estertores de un gozo nuevo, se hizo corta la noche de interminables placeres. Experimentaron nuevos juegos y sensaciones, desde sentir la asfixia con la polla del otro, hasta rasgar los pezones del chico con un leve roce de la espada, que jugó sobre su piel, amenazadora. Desde enseñar rutas insospechadas a algunas piezas de fruta fresca, hasta sentir como se deslizaban las velas, de cera ya maleable, por sus caminos interiores.

Y cuando ya, casi agotado, Celso entraba en el sueño, Marcelo recogió del suelo los tallos espinosos que habían torturado las sienes del crucificado. Los encajó, despacio, esperando su reacción, en la cabeza del joven, que gritó de dolor pero permaneció quieto, mirándolo con expresión angustiada, pero tranquila.


Y el círculo se cerraba. Marcelo entendía, finalmente, su inquietud de los últimos tiempos. La búsqueda, la necesidad, la revelación de una nueva sensualidad, más profunda, más perfecta. Revivió el rostro entregado del galileo, la imagen que lo había estado acosando, mostrándole, entre el miedo y el deseo, nuevas vías posibles para una nueva pasión, un rito, que podía llevar al más placentero de los martirios.

Celso, antes de caer en el sueño, le susurraba: “Señor, a tus manos encomiendo...hasta la última gota de mi vida, que empieza hoy.”

"La luz de la mañana empezó a entrar por las rendijas de la ventana. Acarició sus hermosos cuerpos, vueltos hacia un rincón. Celso colgaba de la espalda de Marcelo, como el animal que quería ser. La luz descubrió, curiosa, las marcas enrojecidas en el cuerpo del joven, que subió su muslo sobre las caderas del soldado. Así abierto, la luz se detuvo, ahora celosa, a contemplar el nuevo aspecto de su piel, y descubrió salpicaduras de sangre que, aunque seca, eran las huellas de una nueva vida.


Fuera, las calles vacías, la luz del sol, y el aire que sigue a la tormenta, estallaban en un nuevo día."

 Este es un relato que comparte con "Perros" nuestro lector/colaborador Fran.

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